Según el evangelista Lucas, en eso de no creer en la resurrección del Señor, todos los discípulos eran Tomás, todos andaban tan necesitados de fe como él, y con todos hubo de ser condescendiente el que para todos traía, con el Espíritu Santo, la alegría, la paz y la vida.
Condescendió con la debilidad de todos el Señor cuando en cada una de sus criaturas dejó vestigio de su hermosura y de su amor; condescendió con la debilidad de todos cuando en su palabra inspirada nos dio una luz con la que pudiésemos caminar siempre con santidad y justicia; condescendió con nuestra debilidad cuando en sus profetas nos dio centinelas que nos alertasen para que nos apartáramos del mal y abrazáramos el bien; condescendió con nosotros, hizo brillar sobre nosotros la luz de su rostro, nos dio anchura, nos hizo ver la dicha, nos envolvió en su paz, cuando vino a nosotros y su Palabra hecha carne puso entre nosotros su tienda.
El mismo que, condescendiendo con nuestra debilidad, había bajado desde la condición de Dios hasta lo hondo de la condición humana, hasta la muerte y una muerte de cruz, ahora, a los discípulos aterrorizados y llenos de miedo, y también a nosotros, muestra, abiertas aún en su cuerpo, heridas que la divinidad había ya cicatrizado, y que el amor abre de nuevo para que en ellas se pierdan nuestras dudas.
Por ese amor condescendiente, amor por el que la Palabra eterna de Dios había querido ser Palabra creadora, había venido a los suyos en las Escrituras sagradas y en los profetas, y por todos se había hecho Palabra humana, se había hecho súplica humana, lamento humano, ahora, esa misma Palabra pide de comer, no ya porque ella –el Señor, el Resucitado- lo necesite para sustentar su vida, sino porque lo necesita Tomás, lo necesitamos para sustentar la fe todos los que somos como Tomás.
El Señor resucitado condesciende con nuestra debilidad, y come a la vista de ellos para que a nosotros nos alimente la fe, nos habite el Espíritu de Dios, acojamos la paz y la alegría que vienen del cielo, y nazcan de Dios para la vida eterna los que habían nacido del hombre para la muerte.
Hoy somos nosotros los que en la eucaristía, movidos por la fe, nos acercamos a Cristo resucitado, al Amor condescendiente de Dios, al Buen Pastor de nuestras vidas. Somos nosotros los que pedimos: “Señor Jesús, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas”. Somos nosotros los que, sentados con él a su mesa, escuchamos la palabra que nos lleva al conocimiento de su misterio: “Era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”.
Y la fe, sanada la incredulidad, intuye que día a día, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, hemos de volvernos a la Ley, a los Profetas y a los Salmos para preguntar por Jesús, para saber de Jesús, para aprender a Jesús.
En la hora de la comunión eucarística, esto es lo que la madre Iglesia nos recuerda a todos sus hijos: “Convenía que el Mesías padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día y, en su nombre, se proclamara la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos”. Son palabras que echan luz sobre el escándalo de la muerte de Cristo Jesús; las escuchamos, y vislumbramos la gloria del crucificado; las escuchamos, y nos asomamos al abismo de un misterio en el que Dios ha asociado para siempre el sufrimiento del justo, nuestra fe en él –la conversión a él-, y el perdón de los pecados.
Y empezamos a intuir que esa luz que ilumina la noche de Jesús es la misma que iluminará un día la noche de los pobres.
Señor Jesús: auméntanos la fe.