Sabíamos que podía ocurrir. Y ocurrió. Efectivamente, el papa Francisco, para quien quisiera oír lo que dijo (y no interpretar lo que quiso decir), acaba de afirmar lo que ya sabíamos: “En la Iglesia hay espacio para todos ―y, cuando no haya, por favor, esforcémonos para que haya―, también para el que se equivoca, para el que cae, para el que le cuesta. Porque la Iglesia es, y debe ser cada vez más, esa casa donde resuena el eco de la llamada que Dios dirige a cada uno por su nombre. El Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos; nos lo muestra Jesús en la cruz. Él no cierra la puerta, sino que invita a entrar; no aleja, sino que acoge”.
Es un principio de eclesiología, pero es evidente que esta afirmación, con un rotundo “todos” escuece, –particularmente–, a los “puristas o propietarios”; a quienes teniéndose por justos llegan a pensar que la pertenencia eclesial es una “clase”, un privilegio o un logro.
La pretensión de Cristo, el Señor, sin embargo es un “todos” sin fisuras ni filtros. Es la pertenencia, vivida como amor que abarca tu vida, y así posibilita que tu acción sea la búsqueda del bien. No es el mérito de “tu bien” el que te propicia el logro del amor. Y ahí está el debate y la profunda revisión que hemos de emprender en la construcción de una comunión eclesial que sea y signifique para este tiempo y este siglo.
El problema, de fondo, es dejar a Dios ser Dios y amar con la libertad de un Padre que nunca se extraña ni escandaliza de los márgenes de libertad de sus hijos: el problema es confundir el valor de la pluralidad con bellas palabras en texto, mientras no exijan un cambio de mentalidad y una transformación del contexto. El problema –el gran problema– es haber reducido el seguimiento de Jesús a un principio sostenido en la historia y, tantas veces, alejado de la vida. De una buena vez, “todos” nos tiene que impulsar a una reconstrucción de las relaciones, de la fraternidad y la verdad. Nos tiene que llevar al encuentro con un Jesús, con los brazos abiertos, que no aleja, ni separa, ni discrimina, ni oculta.
La gran conversión para nuestro tiempo, también en verano –cuando parece que nada pasa– es llegar a creer y agradecer que con el amor infinito que Dios te ama, también está amando a quien no entiendes ni aceptas; a quien aíslas o evitas; a quien envidias o desprecias… Ese es el significado real de “todos”. Y ese es el camino real de quien quiera pasar del efímero valor de una frase que suena bien; al “alcohol purificador” que cura tu herida y te sana por dentro. ¡Feliz camino!