Tocar

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Tocar y dejarse tocar. Es quizás uno de los gestos más característicos de Jesús y también uno de los más desafiantes y paradójicos. Es mucho decir pero se puede decir: la piel de Dios, la piel del Hijo, está hecha para tocar y dejarse tocar, con todo lo que ello implica.

En un tiempo y en una cultura en donde el roce era motivo de impureza y de alejamiento de lo sagrado (recordad la parábola del Samaritano; Levita y Sacerdote olvidan a su prójimo para no quedar contaminados y acudir a sus obligaciones sagradas), Jesús dinamita con su piel esta unión maléfica entre pureza-impureza, santidad-pecado, que se queda en lo epidérmico.

El escándalo del roce es asumido por Jesús plena y conscientemente. No como un capricho de romper lo establecido sin más, sino como un acercamiento, una inmersión en la realidad del pecado-enfermedad-publicidad que excluía a otros seres humanos de cualquier interacción social.

Es el caso del leproso de este domingo (y de la mujer con flujos de sangre, y de la pecadora que enjuaga con sus lágrimas a Jesús en casa del fariseo, y del abrazo del Padre al hijo pródigo, o al ciego…). Tocando al pecado-impureza Jesús se hace él mismo pecado-impureza a los ojos de los justos (este escándalo, también en la Cruz, lo describe magistralmente S. Pablo: A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios. 2 Cor. 5,21)

Esta visibilización contaminada-impura de sí mismo le acarrea a Jesús muchos problemas con los que dicen conocer e interpretar a Dios. Pero es una manera radical de decir que tocando, con todo lo que ello implica, se salva al ser humano. No como una salvación exterior de intercambio mercantilista con Dios (te doy y me das), sino desde dentro, desde la fuente misma de lo que somos, sin alharaca de pureza disfrazada.

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