Tiempo de wu-wei

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El Tao es una experiencia muy amplia inscrita en el Extremo Oriente. Wu-wei podría resumir, de alguna manera, su mística. La «no-acción», algo muy distinto de la inacción, más parecido a la suavidad del agua que parte una roca y a la renuncia que resuelve lo insoluble, ligado a la comprensión de que «lo más blando o débil del mundo vence a lo más duro».

Quizás no esté muy lejos de nuestra experiencia cristiana y nos ayude a refrescar algo que también necesitamos hoy. Un hacer distinto, o el «ocio» del que habla Juan de la Cruz, que es un aprender a «dejarse en Dios», a gustar «la ociosidad de la paz y el silencio espiritual».

Un activo no-hacer, la atención amorosa, como él mismo dice: «aprenda a estarse con advertencia amorosa en Dios… aunque le parezca que no hace nada». Hacer no haciendo y permanecer «recibiendo lo que Dios obra». No entorpeciendo.

Estar disponibles para recibir –y recibir es quizás la cosa que más nos cuesta, trastoca y transforma. Insistir en la atención amorosa en cualquier circunstancia. De modo que, como dice W. Jäger, podamos tener un desierto interior dondequiera y con quien quiera que estemos.

Juan avisa del miedo que puede dar adentrarse en este camino de abandono confiado: «como ellos no saben el misterio de aquesta novedad, dales imaginación que es estarse ociosos y no haciendo nada». Y, sin embargo, resistirse es «dejar lo más por lo menos» y perderse lo mejor que regala la vida.

Rebelarse únicamente al sufrimiento inocente. Algo que se hace inevitable en el camino, porque en él, dice Juan, se aprende a mirar «las cosas con ojos tan diferentes que antes, como difiere el espíritu del sentido y lo divino de lo humano» y «el amor nunca está ocioso». Cambia la mirada y el corazón que, poco a poco, «se hace manso para con Dios y para consigo y también para con el prójimo».

Wu-wei, un cambio profundo en el ritmo, «no obrar y nada dejar de hacer». No interrumpir el movimiento, habituarnos a la Presencia invisible que fluye, con una familiaridad que simplifica lo cotidiano y transforma la vida, hasta «hacerse semejante al Amado» que, desde su abandono y debilidad, ablanda lo rígido, abre lo cerrado y renueva todo.