San Pablo exhortaba a los cristianos a “orad continuamente”, en todo tiempo y momento, en los buenos y en los malos. Es verdad, lo humanos somos así de egoístas, y nos acordamos de Dios cuando las cosas van mal. Pero más vale acordarse de Dios en la necesidad, confiando en su bondad y misericordia, que maldecirle y protestar. La pandemia no viene de Dios, viene de la naturaleza finita y, quizás de la libertad humana. Y la actuación de Dios para que desaparezca el virus pasa a través de la mediación humana, de la medicina, de las precauciones que debemos tomar, del mutuo cuidado que debemos darnos.
¿Hay que ver en este desgraciado acontecimiento algún signo divino? Es mejor no entrar en este juego. Dios siempre quiere nuestro bien. La voluntad de Dios en esta pandemia, que es una más de las muchas desgracias naturales que a lo largo de la historia han asolado a la humanidad, es clara: debemos cuidar de los enfermos y cuidarnos a nosotros, solidarizarnos con los más afectados, tomar las medidas adecuadas para no contaminarnos y no contaminar. No es tiempo de fundamentalismos baratos ni de discusiones sobre si la comunión en la lengua es más santa que la comunión en la mano. Eso son cosas nuestras. A Dios lo único que le importa es que respetemos al prójimo y nos amemos los unos a los otros.
Quizás sea un buen momento para recordar que todos somos solidarios, que dependemos los unos de los otros; el otro depende de mí y yo dependo del otro. Eso que ahora parece muy claro, es la ley del universo: todo está relacionado; lo que daña a uno, daña a todos; lo que perjudica a la naturaleza, perjudica al ser humano; lo que hacemos o dejamos de hacer tiene repercusiones. Evitemos, pues, las repercusiones malas y favorezcamos las buenas.