Él nos conduce, desde la estabilidad o desde los caminos del mundo, desde el centro de las ciudades o desde las periferias, a escuchar las historias humanas que muestran signos de vida superando la necesidad instintiva de pensar en nosotros mismos. Nos anima a no quedarnos solo en el plano de las ideas y a ponernos en camino, a movernos, a realizar opciones que den vida: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10, 25-37). Entrégate a la gente, haz visible con tu vida la presencia del Señor.
Jesús nos interpela desde la hondura de nuestro ser personas, porque donde se despliega la plenitud de la existencia, ahí se hace visible la vida humana y divina de Jesús. Él, verdadero hombre, ha experimentado la sed: “mujer, dame de beber”; ha contado con el afecto de los amigos: se acerca a Betania para encontrarse con Marta, María y Lázaro; ha llorado por la muerte de Lázaro; se ha implicado empáticamente en las relaciones; ha curado a los enfermos; ha perdonado a los pecadores; se ha abandonado en las manos del Padre en Getsemaní; y, sobre la cruz, ha perdonado a aquellos que lo han traicionado.
Su testimonio nos empuja a ser personas profundamente humanas que viven la parábola de la vida como los demás, llevando sobre nosotros el cansancio, las preocupaciones, los deseos y las alegrías, pero desde la proximidad y la continúa búsqueda del rostro de Dios. Él nos invita a dejarlo todo para solidarizarnos con la suerte de los pobres caminando con ellos sobre las aguas e implicándonos íntegramente en las historias humanas particulares.
Viviendo un continuo “ser para los demás”, incluso más allá de la reciprocidad, nos pide caminar no solo por los caminos de búsqueda intelectual, sino, sobre todo, por los caminos de la sabiduría espiritual que encarna el mandamiento del amor. Nos enseña, desde nuestra vida cotidiana, a ser profetas que viven el tiempo de la espera en el momento presente y a reconocer el espacio sagrado de la historia habitada por Dios.