Desdibujando la figura de Jesús se han cometido muchos desmanes a lo largo de la historia y todos exagerando una de sus dos «naturalezas»: la divina o la humana. No voy a entrar en demasiadas teologías pero podemos decir (no sé de quién es la cita, pero no es mía): que Jesús sólo puede ser Dios porque es demasiado humano.
El Evangelio de las tentaciones con el que iniciamos la cuaresma nos muestra a ese Jesús demasiado humano y por ello tan divino. El que es tentado por lo que nosotros también lo somos: el poder (todo esto será tuyo porque me pertenece), el usar a Dios como a un mago excéntrico (convierte las piedras en pan) y el pedir pruebas a Dios (tírate del alero del Templo y sus ángeles te recogerán).
Por todo ello pasó Jesús a lo largo de su vida, no sólo en ese momento narrado por Lucas. Y por todo ello pasamos también nosotros con demasiada frecuencia, buscándolo en lo más profundo. No deja de ser un uso de Dios, un abuso de lo que desearíamos que fuese para nosotros y la causa de muchos escándalos entre creyentes.
Es el Dios que puede solucionar todo, desde las necesidades más básicas hasta las delicias sutiles y refinadas de nuestras ansias de control de la realidad. Es el Dios de las seguridades, la prueba de su existencia, los oropeles de lo que se ve puede percibir a kilómetros: mi Dios puede hacerlo.
Un Dios duro y funcional, capaz de caprichos y de favores desproporcionados, de tráfico de influencias tan de moda hoy. Ese Dios que bailaría cuando cantamos o que lloraría cuando cantamos elegías, como dice Jesús. Ese Dios en el que todos tendrían que creer porque se impone con pruebas groseras y deslumbrantes.
En el fondo, a todos nos gustaría que Dios fuese así. Que de las piedras crease panes o que nos regalase los pequeños o grandes poderes o que nos mostrase pruebas increíbles de su presencia en medio de nosotros.
Pero el Dios de Jesús no sigue esos caminos. Está más a gusto en la debilidad que en la fuerza desmedida. Que habita la normalidad haciéndola especial por eso mismo: porque es cotidiano. Que se prueba por el amor que él nos regaló primero, desde el nacimiento, desde el vientre materno. Ese Dios que nos ayuda a superar las tentaciones o a no permanecer en sus realizaciones o a habitar con nosotros en ellas.
Ya sé que no es fácil verlo así, pero así es nuestro Dios: el que habita en la fragilidad de lo diario.