(Dolores Aleixandre, VR). Tanto quien esté leyendo estas líneas como yo misma que las escribo, estamos de enhorabuena: hemos tenido la suerte de sobrevivir a la “tendencia a la perfección”. En los finales de los años 50 y hasta que empezaron a notarse lo efectos del Concilio, esa frase marcaba nuestro horizonte y no siempre con efectos saludables: muchas de mis compañeras de noviciado que más en serio se la tomaron, terminaron por marcharse a su casa. Para los temperamentos perfeccionistas, aquel ideal inalcanzable invitaba a estarse midiendo constantemente con las normas omnipresentes y degeneraba en pequeñas o grandes obsesiones. El Perfectae Charitatis reorientó nuestra mirada y confirmó lo que intuíamos: que es a la “perfección” del amor a lo que estamos llamados y eso trajo consigo que las normativas minúsculas empezaron a desmoronarse, derritiéndose ante aquella oleada cálida que traía un aliento de vida y de creatividad. Bendita supresión de tantas “multiplicaciones” acumuladas con el paso del tiempo, aunque supusiera un cataclismo para algunas mentalidades.
Liberados hoy de la preocupación por ese tipo de perfección ¿no puede estarnos pasando aquello de Machado: “En el corazón tenía la espina de una pasión, logré arrancármela un día, ya no siento el corazón…”? ¿Cómo situarnos ante esa brecha infinita entre lo que poseemos de Dios y lo que nos separa de Él? ¿Qué hacemos con el potencial ilimitado de transformación espiritual que nos habita?
Desde Gregorio de Nisa, la teología ortodoxa ha acuñado el término epektasis: “Olvidando lo que queda atrás, lanzándome [epekteinomenon, de ahí la palabra epektasis] hacia lo que está delante, sigo corriendo hacia la meta…” (Fil 3,13).
La “tendencia a la perfección” deja paso a un movimiento apasionado y creciente de atracción que sacude nuestras inercias y nos hace vivir “extendidos” hacia delante, volcados en la búsqueda del Señor que amamos y de su Reino presente entre nosotros.
Pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará esa epektasis en los conventos?