Tanto amó Dios…

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El amor no es una evidencia aunque nuestro lenguaje esté repleto de alusiones a él. No es algo dado ni absolutamente vivido por todas las personas. Y mucho menos es evidente el amor en Dios. 

Por ello las palabras del evangelista en este IV domingo de Cuaresma son muy especiales. Cuanto menos deberían sorprendernos y hacer que el agradecimiento brotase de todos los poros de nuestro ser. 

Ya no es el Dios que necesita de sacrificios para ser saciado en su infinita hambre de resarcimiento, ni el que juega con nosotros manejándonos con los hilos de la imposición, ni el eternamente inmutable que solo se limita a observar y después a dictar sentencias frías aunque justas…

Nuestro Dios es el que tanto amó al mundo que envió a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Y aquí comienza y se extiende esta locura tierna de lo divino-humano que estalla como paradoja de pérdida que siempre es ganancia, ganancia de amor que es olvido de sí mismo para darse a manos llenas. Medida rebosante, colmada, remecida que sigue sobrepasando y rompiendo nuestros estrechos esquemas de «te doy para que me des» o de «si lo quiero lo compro». 

Nuestro Dios de amores que apacienta su rebaño entre azucenas porque no tiene medida, porque no le importan los resultados o la utilidad pragmática o el beneficio de la transacción. 

Dios de amores entregados de pérdidas colmadas. 

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