Tan inteligente y crees en Dios

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Carl Sagan fue uno de los científicos más populares del siglo XX, al que se debe una serie de TV, Cosmos, que han visto más de 500 millones de personas. Sagan no era creyente. Unos lo consideraban un enemigo acérrimo de la religión. Pero no todos pensaban así. Después de su muerte, en un acto conmemorativo en la Catedral de Manhattan, el reverendo Joan Campbell reflexionó: “Sagan ha sido uno de los más severos críticos de la religión y uno de sus mejores amigos. Sagan exigió a la religión claridad, honestidad y excelencia, cualidades que nos exigiríamos también a nosotros mismos… Él me decía con una sonrisa: ‘Eres tan inteligente. ¿Por qué crees en Dios?’. Y yo le dije: ‘Eres tan inteligente. ¿Por qué no crees en Dios?’”.

La anécdota resulta significativa. No se puede ser ni creyente ni ateo sin motivos. Las cuestiones decisivas e importantes de la vida hay que pensarlas y fundamentarlas bien. Es importante que los cristianos vivamos una fe madura, reflexionada, capaz de responder a las dificultades que contra ella puedan presentarse. No podemos, bajo ningún concepto, dar la impresión de que nuestra fe es un asunto infantil, o una corazonada, una posición sin razones ni motivos. Cuando un no creyente se topa con nosotros, aunque no le convenza ni nuestro modo de vivir, ni las explicaciones que podamos darle de nuestra fe, debería al menos quedar convencido de que nuestra postura es seria y tiene buenos motivos. Si se queda con esta impresión, hemos hecho respetable nuestra fe. La inversa también debería darse: el no creyente debe mostrar los buenos motivos que tiene para mantenerse en la no fe. En cuestiones tan serias, en las que uno se juega la propia vida, no valen los ataques, ni las descalificaciones fáciles. Porque el ataque o la descalificación no validan automáticamente mi propia posición.

Cada uno debe justificar su fe y dar razones de la misma en el ambiente en el que se mueve. Una charla de café (que también puede ser un buen lugar para hablar de religión) no es el lugar para hacer grandes disquisiciones ni para plantear los problemas que se tratan a niveles académicos o de especialistas. Pero sea cual sea el nivel en el que nos movemos, siempre tenemos que dejar la sana impresión de que nuestra fe tiene buenas razones y no tiene miedo a la confrontación. Tenemos argumentos suficientes para creer. Y, si en un momento dado, no estamos en condiciones de responder a alguna dificultad, como tampoco están la mayoría de las personas en condiciones de responder a cuestiones científicas, sí que tenemos que estar prestos a informarnos y a buscar todos los argumentos y razones que nos ayuden a madurar en la fe.

La fe y la razón, o la religión y la ciencia, se acercan de distinta manera a la realidad y, a veces, sus temas no son coincidentes, pero no pueden oponerse. Fe y razón son las dos alas que Dios nos ha dado para que podamos volar hacia él. Cuando una de las alas falla, el vuelo deja de ser armónico y corremos el riesgo de perdernos.