En la parábola de este domingo Jesús nos habla de la exigencia de Dios con respecto a los talentos que nos entrega. Talentos que nos son regalados a todos, sin excepción. Todos distintos, todos para la construcción de la comunidad del Reino. Pablo hablará de carismas.
Pero no son talentos como acciones de bolsa, de esas que exprimes para beneficio propio sin importar los gritos de los que nada tienen.
Son muchas veces diminutas, poco perceptibles si no te fijas, nada relacionadas con el poder (que casi siempre es abuso y la corrupción). Pequeños, nada ampulosos, sin presunciones. De todos los días, de abrir puertas y de escribir pequeños relatos de sueños. Visibilidad de un Dios que sigue empeñado en mimarnos, en hacernos regalos que no son para nosotros sino para los demás. Talentos prestados para regalar, de olvido de uno mismo y de descubrir a los demás.
Talentos como los que describió una mujer de un campo de exterminio nazi que entre todo el horror de aquellos hombres supo ver como las madres lavaban todos los días la ropa de sus bebes y la ponían a secar, sin saber siquiera si se la podrían poner a la mañana siguiente.
Talento de esperanza, de cuidado desmesurado ante un infierno en la tierra. Olor a jabón y a fresco para las vidas de su vida, redención de agua, lavatorio de jueves a diario. Talento puesto a funcionar hasta el infinito. Dios.