Soñé el encuentro contigo:
Soñé que me quedaba en ti, mi Señor resucitado, como el sarmiento en la vid, como el amado en quien lo ama. Soñé que moraba en ti, que era bautizado en tu muerte, que me ungía tu Espíritu, y que contigo entraba resucitado en la vida de Dios. Soñé que en ti me perdía, hijo en el Hijo, y que allí me alcanzaba y me poseía el amor con que el Padre te ama. Soñé que para mí no quería otro sueño, otra dicha, otra recompensa, otro cielo que no fueses tú.
Y tú, viniendo a mí, has hecho realidad lo que habías hecho deseo dentro de mí, pues yo permanezco en ti cuando guardo en mí tu palabra, cuando recibo el sacramento de tu cuerpo y de tu sangre, cuando me visitas en los pobres que tu misericordia me pide asistir.
Abre tus ojos, Iglesia de Cristo, y reconoce en medio de ti la presencia de tu Señor. El lector la recordará proclamando: ¡Palabra de Dios! El que preside la evocará mientras te dice: ¡Cuerpo de Cristo! Y el Espíritu de Jesús te alertará cuando se cruce contigo tu hermano necesitado.
No te sorprendas si a tu Señor lo encuentras pobre, magullado y roto, abandonado en el camino, echado al borde de una esperanza; no te sorprendas si lo ves emigrante, en las cunetas de la vida, que mendiga unas migajas de justicia y de pan, un puñado de arroz y de futuro; no te sorprendas si lo ves niño dormido en tus brazos: tú serás para él un lugar de ternura compasiva, y él será para ti el lugar de la salvación.
Tu palabra, Señor, y tu cuerpo, la eucaristía y los pobres, hacen realidad en tu Iglesia ese encuentro contigo que le has concedido soñar.
De Dios y de los pobres:
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”: Necesito recordar, Cristo resucitado, esa misteriosa comunión contigo, por la que nosotros, los sarmientos, permanecemos en ti, y tú, la vid, permaneces en nosotros. Necesito celebrar esa misteriosa comunión contigo, porque, unidos a ti, los sarmientos alcanzamos ya el destino donde nos ha precedido la vid; y tú continúas haciendo con nosotros el camino que aún nos queda por recorrer. Necesito saberme en ti y para siempre, Cristo resucitado, si no quiero que me ahogue la evidente comunión de todo mi ser con la banalidad de la muerte, con la banalidad del mal. Necesito saberte en mí, saberte resucitado en mí, saberte vivo en esta vida mía, que sólo puede merecer ese nombre si eres tú quien vive en ella.
En ti, Cristo resucitado, somos algo más, mucho más, que residuos errantes de una estrella apagada: somos poco menos, sólo poco menos, que el cuerpo de Dios.
Lo que somos en ti, nos permite liberarnos de nosotros mismos, del afán de atesorar, del agobio por la vida y el alimento, de la preocupación por el cuerpo y el vestido.
Lo que tú eres en nosotros, en tu cuerpo, en tu Iglesia, nos deja arrodillados a los pies de todos, últimos entre todos, siervos de todos.
Tú, por la encarnación, te has revestido de nosotros; y nosotros, por el bautismo, nos hemos revestido de ti; por la fe en ti, somos uno contigo, somos hijos de Dios.
Contigo permanecemos en Dios; con nosotros tú permaneces en los caminos de la humanidad. Contigo hemos conocido la libertad de todo agobio y preocupación; con nosotros tú continúas haciéndote siervo de todos.
Hoy, después de escuchar la palabra que nutre la fe, después de cantar la dicha de haberte conocido, después de bendecir al Padre de toda gracia, haremos comunión contigo, Cristo resucitado, y contigo, como tú, seremos para siempre de Dios y de los hombres, de Dios y de los pobres.