Solo: Sin Dios y sin hermanos

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Tentación permanente del pueblo de Dios ha sido la idolatría: llamar Dios a la obra de nuestras manos, poner lo que no es Dios en el lugar que sólo a Dios le corresponde.

Nuestra fe establece una relación de pertenencia mutua entre Dios y su pueblo, relación que tiene en el amor su origen, su razón de ser, y que sólo en el amor se puede vivir.

Esa relación de amor, filial y probada, gozosa y penosa, luminosa y oscura, la vivió en fidelidad Jesús de Nazaret: Hacer la voluntad del Padre fue para el Mesías Jesús norma de vida, alimento de cada día. Él es el que, entrando en el mundo, dice: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

En Cristo Jesús, en comunión con él, formando un cuerpo con él, también nosotros seremos fieles al amor del que hemos nacido.

Esa comunión es gracia, pues gracia es la encarnación de la Palabra, gracia el abajamiento del Hijo de Dios, gracia su obediencia hasta la muerte y muerte de Cruz. Gracia es nuestra redención, nuestra liberación, nuestra incorporación a la familia de Dios. Gracia es la revelación del amor de Dios en ese Hijo que se nos ha dado.

Por gracia hemos escuchado la enseñanza de Cristo Jesús, por gracia hemos aceptado el don de su vida, por gracia nos hemos asombrado de su gloria y esperamos participar en ella.

Somos tierra agraciada, tierra que el Señor entrecavó y descantó, y en la que plantó buenas cepas, injertándolas todas en la vid que es Cristo Jesús, de cuya plenitud “todos hemos recibido gracia tras gracia”.

A cada uno de nosotros corresponde añadir estrofas personales al canto de amor de Dios por su viña: Me dio su Espíritu, que me ungió como ungió a Jesús. Me hizo uno con su Unigénito, con su amado, con su predilecto, para poder amar en mí lo que amaba en él, para que pueda yo ser amado como es amado él. Me hizo Iglesia, cuerpo de Cristo, y me envió a los pobres, para que les lleve la buena noticia.

Somos labranza de Dios, obra de sus manos, gracia de su amor. Somos la viña del Señor. Él  nos ha elegido para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto permanezca.

Y éste es el fruto que se espera encontrar en la viña que Dios ha trabajado: Se espera que produzca derecho y justicia, que sea evangelio para los pobres, que sea sacramento del amor que es Dios, que sea reflejo de la bondad del labrador, de su justicia, de su fidelidad.

Se espera buen fruto, pero… la viña puede dar agrazones en vez de uvas.

Aquí he de volver a la idolatría, a esa seducción que nos incita a matar para quedarnos con la herencia. La idolatría es traición al amor de Dios y negación de la fraternidad humana. Con ella se hacen de casa el asesinato y los lamentos, y con toda naturalidad los endiosados se pondrán de acuerdo para asesinar al heredero.

Se cumplen ahora diez años de aquel naufragio frente a Lampedusa en el que perecieron 368 personas. Desde aquellos días a estos nuestros, el Mar Mediterráneo se ha quedado con la vida de 28.000 personas. Todas esas vidas estuvieron en nuestras manos. De todas pudimos hacernos cargo, pero pensamos que sólo habíamos de hacerlo de nosotros mismos, y en nombre de nuestro interés hicimos legal la tortura y el asesinato, y echamos un velo de silencio sobre el dolor de las víctimas.

Con asombro para la tierra y el cielo, hemos aprendido a celebrar eucaristías idolátricas que nos permiten reverenciar un pan mientras matamos a Cristo.

Vivimos tan atentos a nosotros mismos, que nos hicimos indiferentes al dolor de los demás. En realidad, la idolatría nos ha dejado solos, solos, sin Dios y sin hermanos.

Necesitamos recuperar el corazón de nuestra fe. Necesitamos recuperar la verdad de la eucaristía. Necesitamos recuperar la memoria de las obras de Dios a favor de su pueblo. Necesitamos aprender a Jesús.

Si así lo hacemos, volveremos a tener en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable. “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.