Oír, meditar, asombrarse de lo que se ha oído, fueron durante mucho tiempo los verbos de mi vida de fe.
Hasta que un día…
Era un día cualquiera, en una eucaristía que en nada se diferenciaba de las que hasta entonces había celebrado. Todo era como siempre, incluido aquel evangelio que tantas veces había escuchado: “Si quieres, puedes limpiarme”… “Quiero: queda limpio”.
Sólo que, mientras proclamaba el relato acostumbrado, supe con certeza que se estaba hablando de Jesús y de mí. En un instante, todo yo, mi vida entera, arrodillada a los pies de Jesús, la vi alcanzada por la ternura del que, extendida la mano, me tocó contagiándose de mi impureza y contagiándome de su santidad.
¡El leproso del relato evangélico era yo!
Cuando te pedí que me curases, no podía sospechar, Señor, que serías tú quien se había de quedar con mi enfermedad, con mis harapos, con mi soledad, con mi impureza.
Ahora lo sé, y el corazón me pide decirte: Señor, devuélveme esa lepra que tu amor se ha llevado; devuélveme impureza, soledad y andrajos, pues no es justo que tú te quedes con una maldición que es sólo mía; no puedo permitirte esa locura; “no me lavarás los pies jamás”.
Pero tú, arrodillado a mis pies como si fueses mi esclavo, con seriedad que no puedo ignorar, me dijiste: “Si no te lavo”, si no me das tu enfermedad, “no tienes parte conmigo”.
Entonces supe que sólo cabía amarte para no morir de pena por haber echado sobre tus hombros el peso de mis pecados.
Sólo cabe que amemos a quien tanto nos amó, y tú lo sabes, Iglesia de leprosos limpios, Iglesia de Cristo, el esposo que se entregó a sí mismo por ti, para consagrarte, purificándote con el baño del agua y la palabra.
El amor que te purifica, el amor que es Cristo Jesús, no se arrodilló una vez a tus pies para luego apartarse: Se arrodilló una vez para siempre, como se entregó una vez para siempre, como es para siempre el amor que es Dios.
Hoy, en la eucaristía, volverás a decírselo: “Si quieres, puedes limpiarme”… Y volverás a oír la voz de su misericordia: “Quiero: queda limpio”. Y te acercarás a él, lo recibirás y, a la luz de la fe, verás que su mano se extiende sobre ti dejándote gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada.
El corazón intuye que sólo tenemos el amor que Dios nos tiene: Sólo nos queda el amor.