Ver a Jesús sollazar y llorar encoge el alma, pero también la ensancha. El amor es lo que mueve la vida del Nazareno. Y en el caso de María, Marta y Lázaro (aquí podemos seguir poniendo nombres) el amor se hace más fuerte y, por ello, lleno de fragilidades.
Pero con Lázaro, amortajado y enterrado, se palpa la ternura y la pasión de un Padre que escucha, de un Hijo que se estremece y de un Espíritu que es aliento de vida.
Es más, Jesús sabe que él es la resurrección, que la muerte en él y por él ya no es eterna: «el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que esté vivo y cree en mí, no morirá para siempre».
Y estás palabras dichas a Marta también valen para nosotros. Ningún muerto es abandonado. Nadie hace solo esta última travesía. Hay muertos que creen una vez muertos y hay vivos que creen y no mueren para siempre. Y creemos no por méritos sino por esos sollozos y llantos de un Dios tan ser humano que tiene el lujo de vivirlos en su propia carne que también es la nuestra.