es el dolor sin fondo que asoma desde el vértigo.
Una madre que siente la soledad más profunda
de un vientre que estuvo habitado y que ahora es ausencia.
Una rotura en las entrañas que se dibuja en dos maderos
o en una cama de hospital
o en una frontera olvidada.
La soledad que no puede encontrar consuelo
porque nadie está cerca en esa lejanía absoluta,
en esta distancia infranqueable.
Un gemido que brota de lo hondo
y que rebota en las paredes sin eco de un cielo que parece cerrado.
Un vacío sin Dios, sin vida, sin hijo, sin sentido.
Una soledad sola de oscuridad, de miedo, de congoja, de rabia.
Pero también una intuición,
allá a lo lejos,
el recuerdo de unas palabras del Hijo:
“No tengáis miedo: Yo soy la resurrección y la Vida”
Una esperanza penúltima,
una sonrisa que mana de la imagen de un niño,
una soledad habitada de una tenue luz,
pábilo vacilante, pero suficiente para volver a confiar.
Para volver a esperar en el amor de las palabras de un Ángel:
“No temas María (pongamos aquí cualquier nombre),
porque para Dios no hay nada imposible”.