sábado, 27 julio, 2024

SIMEÓN, ANA Y EL PERFUME DE DIOS. (PROPUESTA DE RETIRO)

(Mª Pilar Avellaneda). El mes de febrero tiene para nosotros un aroma familiar, celebramos con gozo el día de la Vida Consagrada (2 de febrero), y en esta fiesta dos personajes son emblemáticos: Simeón y Ana (Lc 2,22-38), por eso vamos a poner nuestros ojos en ellos.

Si abrimos la ventana del Evangelio de Lucas, podremos ver cómo para un hijo de Israel, aspirar el perfume de Dios y la escucha de la Palabra van entrelazados. Eso hacían Simeón y Ana, de sábado en sábado, como todos los judíos, se iban apropiando de la Torah, con el sentido original de “agarrar” (cf. Nm 13; Sal 37), ya que la escucha de la Palabra de Dios no era pasiva. Suponía abrir la ventana de la vida, escuchar atentos la abundancia de mensajes en todos los ritos y celebraciones, aspirar el perfume que de Dios traía el Shabbat1, apropiárselos, y así durante los tres primeros días de la semana volver a “recordar” este aroma, que evocaba a Dios, y durante los tres días siguientes “aspirar” el perfume que se acerca, porque pronto de nuevo llegaba el Shabbat. De este modo, el Shabbat proporcionaba una respiración diferente para toda la semana, que incidía en la relación con los demás. Esta era la respiración asidua de Simeón y Ana.

Toda la vida giraba en torno a este perfume del Shabbat. Para ello había que agarrar activamente la Palabra proclamada, y hacerla brotar constantemente, como una valiosa fragancia que no se quiere perder, lo cual llevaba un trabajo laborioso, del que estos dos ancianos eran expertos.

Este agarrar se tradujo a menudo por “recibir una herencia”2, expresión que Jesús utilizó en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán [agarrarán] la tierra” (cf. Mt 5,4)3. Felices Simeón y Ana que recibieron la tierra prometida como un perfume, como un regalo de Dios entregado, porque se dejaron hacer por Dios y fueron templo de su gloria.

Hagamos silencio una vez más, sigamos las huellas de estos dos ancianos, y leamos atentamente la perícopa del Evangelio de Lucas, que nos pone ante la escena bellísima de la presentación del niño en el templo. Mastiquemos poco a poco cada palabra, hasta asimilarla y hacerla nuestra. Miremos con hondura a Simeón y Ana. Confrontemos la vida con esta escena única, y dejémonos moldear por ella. Dios quiere hablarnos en cada gesto y en cada palabra.

 

Lectura reposada y orante de Lc 2,22-38.

Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.

Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones.

Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Simeón, hijo de la escucha

El Evangelio nos habla de un anciano Simeón, cuyo nombre en hebreo significa “Dios ha escuchado”. Este anciano tiene mucho que decirnos. En el corazón de su nombre está grabada una gran llamada a callar y escuchar. Simeón procede de la misma raíz hebrea que Shemá, la oración por excelencia del judío que invita a inclinar el oído: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno…” (cf. Dt 6,4s).

El ejercicio de escuchar nos asemeja a Dios. Pero ¡cuánto cuesta al hombre de hoy callar, no pronunciar nada, ni con la boca, ni con la mente ni con el corazón!

Es vital este imperativo, hay que escuchar para ver, y reconocer la Palabra que viene al templo que eres tú y que soy yo. Hay que callar para reconocer la Palabra hecha carne –Jesús– que hace de tu vida un verdadero templo, donde no caben ídolos. Necesitamos escuchar todos los días, y dejar que esta Palabra fecunde nuestra vida, la ponga en movimiento hacia la verdad, para no vivir de fachadas. Simeón y Ana no se separaron del templo, pero se alejaron de fachadas y apariencias.

Simeón era el hombre que escuchaba piadoso, hijo del Shemá, y justo porque se ajustaba a la voluntad de Dios, aguardando el consuelo de Israel. Un hombre purificado por la experiencia de su pueblo. Este anciano sabio, como vaso sagrado había atesorado la experiencia de siglos de su pueblo. En el destierro Israel había aprendido que el templo que permanece es la comunidad convocada alrededor de la Palabra, dada a Moisés para recibir el consuelo de Dios; solo este consuelo queda en pie de generación en generación, y Simeón –como sus padres– aprendió durante largos años a custodiar esta experiencia, y a cimentar la vida sobre la tierra de la Palabra. Distinguía bien lo eterno de lo pasajero, se dejó modelar en la historia por el Señor, y ahora era un odre preparado para recibir el consuelo de Israel, un odre preparado para ser colmado del agua de Dios.

Es muy entrañable este anciano para la Iglesia. Simeón es imagen de los creyentes que caminamos en pequeñas comunidades escuchando la Palabra. Simeón somos tú y yo, que recibimos y celebramos la Palabra cada día. Él acogió y celebró a Jesús

–Palabra hecha carne–. Es importante que en el templo de nuestra vida, la Palabra esté al centro, que tengamos luz para distinguir lo superfluo de lo esencial, y aprendamos a envejecer en la Palabra, dando vueltas y más vueltas en ella, esta es la verdadera dicha del hombre. Hacer de la existencia un constante abrir pequeñas rendijas en los textos sagrados, da la posibilidad a Dios de abrir pórticos inmensos, por donde caminar buscando el rostro de Dios y ajustando el paso a su voz.

Simeón ajustó su vida al ritmo de Dios, la historia llena de contrariedades le fue haciendo pequeño, abrió rendijas en la Torah para alimentar su tiempo de aguardar el consuelo de Israel, supo esperar paciente y unir su espera a la de otra anciana llena de luz, Ana.

Simeón es el hombre de la fe, que caminó siguiendo las huellas que cada Palabra de Dios fue dejando en su vida. Dentro de él fue haciéndose un germen de fe por la Palabra, una semilla de vida nueva sembrada en su corazón, que tuvo que cultivar, ya que siempre está amenazada de ser destruida o sofocada.

Pero Simeón no estaba solo, el Espíritu Santo estaba con él, dice el evangelista. Era este Espíritu el que le comunicaba en su espera que antes de morir, vería al Mesías. Sus ojos estaban llenos de esperanza y de aliento. Por eso sus brazos estuvieron prestos a coger en su regazo a Jesús, el Salvador. Pudo ver que había llegado el que levantaría a los caídos, sin dejar de reconocer en Él el signo de contradicción, que manifestará lo que hay en cada corazón.

Jesús es el signo de contradicción que entra en el templo de cada vida para ser acogido. Él viene a tu templo, y es signo de contradicción porque contradice la mentira de que esta situación de sufrimiento que tienes es insoportable.

La fe, este germen de la Palabra en ti, te dice que no, que abraces esta situación de contradicción, que es Jesús entrando en tu vida. Como Simeón tú puedes entrar en la historia y abrazar a Cristo. Por la fuerza de la Palabra puedes coger y abrazar lo que es contradicción en tu vida y ofrecer al Señor. Tú no mueres ahí, mira la escena y cree, María y José entraron con el niño –signo de contradicción– en brazos y lo ofrecieron a Dios. Y Simeón lo tomó en brazos y bendijo. Toma tú también en brazos tu vida, no rechaces nada de ella, que con Cristo es primicia para Dios, todo se transforma en bendición.

Si escuchas sin endurecer el corazón, sin resistir ahí en el fondo de tu ser, si en el fondo tú decides escuchar, y acoger el acontecimiento que te cuesta, tú contemplaras al Salvador, como Simeón, y entonces una espada circuncidará tu corazón. Esto pasa por una espada, pero no morirás, recibirás un corazón de carne, la promesa de Dios. Tus ojos –como los de Simeón– contemplarán que Jesús, dentro de tu historia, vive y por eso tú vivirás. Entra, abrazando el signo de contradicción, y vivirás la experiencia de este anciano dichoso.

Ana, mujer llena de Dios

En esta escena aparece después una profetisa. Es un don precioso esta mujer Ana, cuyo nombre en hebreo significa benéfica, compasiva, llena de gracia. Ella era una viuda de la tribu de Aser, una tribu fantástica, que le había tocado en suerte la parte más bonita de la tierra de Israel, que llegaba hasta el Carmelo, pero por sus idolatrías desapareció, fue deportada en el siglo VIII a. C. Ana es heredera de este lote hermoso que le había tocado en suerte a su tribu.

Esta mujer es hija de Fanuel, palabra de la misma raíz que Penuel, lugar donde Jacob había encontrado al Señor, después de la noche de lucha con aquel hombre extraño en el valle de Yaboc, que resultó ser Dios mismo. Al ser bendecido por Él, Jacob erige un monumento en este lugar, para no olvidar que ahora se llama Israel, que significa “fuerte con Dios”. Jacob ha combatido con Dios y ha experimentado su debilidad.

Ana, es verdadera hija de Fanuel, ha caminado la senda de Jacob, primero siete años casada, que evoca creación y fuerza desplegada, sin conocer ni palpar sus límites, como Jacob antes de que el Señor le hiriera la articulación del muslo (cf. Gn 32,33). Después permanece viuda hasta los ochenta y cuatro, larguísimos años portadora de una muerte, la fragilidad de la viudedad en Israel, que le hizo tocar su indigencia, por eso no se aleja del templo. Su vista se había aclarado poco a poco, la fragilidad había hecho que los ojos de su mente, su discernimiento, se purificara. Encontró en el templo su lugar, el lugar donde poder vivir su sufrimiento, llevando en el corazón la promesa de felicidad de la tribu de Aser, ya que en hebreo, este nombre quiere decir felicidad. En Ana se prolonga la voz de Zilpa, al nacer Aser, que gritó: «Feliz de mí; ahora todas me llamarán dichosa» (Gn 30,13-14).

Esta anciana, bella por su largo caminar junto al paso del Señor, que como Simeón no se aleja de la comunidad, aprende a esperar poco a poco la única consolación que es manantial de paz, la que procede de Dios. ¡Cuántas ancianas viven enfadadas, decepcionadas de todo, con la sensación de que su vida ha sido una lástima!

Ana espera el octavo día en que venga el Mesías prometido, confía y espera ya saboreando las primicias de este día, con ayunos y oraciones. Ni un rescoldo de su historia es una lástima. Aguarda gozosa el día en que todo sea recreado, renaciendo a una vida nueva y no quedó defraudada. Después de una larga espera, encuentra en el templo al Mesías deseado de las naciones.

Pero antes Ana ha ido reconociendo su presencia en toda la historia, en cada rincón de su propia vida, en la alegría de la fuerza primera, en la humillación de la viudedad, en la debilidad y en la vejez, y por último ve al Ungido de Dios en el templo. En el último trozo de su vida eleva gozosa un himno de agradecimiento, ha visto a Cristo encarnado en toda su historia. Su vida finalmente es transformada en un templo donde María presenta a su hijo ante sus ojos.

Todo en ella se hace oración y en ella todos somos llamados a vivir esta experiencia. Todos estamos crucificados por alguna humillación, algún sufrimiento, alguna enfermedad o debilidad. Con el ayuno y la oración, hasta el último trozo de la vida, incluso el sendero más difícil, se vuelve jardín por la fuerza de la Palabra, donde el verdadero Esposo de Israel, llene cada día de sentido con su amor.

Los ancianos Simeón y Ana han hecho un camino, son expertos en fragilidad, no en el aguantar a la fuerza, sino expertos en la misericordia de Dios manifiesta en sus vidas gastadas, todo es gracia para Simeón y Ana, todo es misericordia, ellos la han tocado y la han visto entrar en el templo.

Vive Dios en todo, a los ojos de Simeón y Ana, y la única condición para ello es “permanecer” en una relación personal y continua con el Señor, unidos los dos en un solo templo, el de sus historias, de cuya imagen es el templo de Jerusalén.

Sí, una vida templada en las pruebas, aparece ante nosotros como un icono verdadero de la vida cristiana madura. Sin duda, Simeón y Ana han pasado por dificultades, y por eso han aprendido a conocer la gratuidad de Dios, a depender totalmente de Él, sin engaños de falsas prepotencias, a esperar todo de Él. Tienen la fuente de alimento de sus vidas dentro de sí mismos, cuyo cauce son el ayuno y la oración, a través de ellos la Palabra de Dios dada a su pueblo ha anidado en su interior.

Muchas otras viudas resuenan con fuerza en la Escritura al unísono de estos ancianos, como la viuda de Sarepta que alimentó a Elías. Pero aún más cercana, como en un arco textual, el Evangelio de Lucas hacia su final, vuelve a retomar la imagen de la viuda, como si un único hilo de oro uniera a Ana con la viuda del templo alabada por Jesús (cf. Lc 21,1-4), ella echó en el tesoro del templo “todo” lo que tenía para vivir. Ana a lo largo de muchos años fue echando todo, y recibiendo el ciento por uno en luz para discernir la senda de la verdadera vida, y pudo distinguir al Ungido de Dios esperado, sus ojos no se cegaron por los años, ni su corazón se llenó de amargura. Por eso alababa a Dios, comunicando a todos quien era aquel niño envuelto en pañales.

Dejémonos invadir por esta escena y este diálogo, y acojamos la sabiduría de Simeón y Ana para vivir con ellos una vida lúcida.

 

1 Una sesentava parte de la vida eterna (neshamah yeterah) traía cada Shabbat.

2 Mt 5,4 usa la voz kleronomein= heredar [derivado del sustantivo kleros=parte de la herencia]. La LXX tradujo con él el hebreo yrsh= heredar o tomar en posesión (cf. Dt 4,1; 8,1; 11,8.11; 31,13; 32,47). Es Yahvé quien da la tierra a Israel para que la tome en posesión. Cf. E. Jenni / C. Westermann (eds.), Diccionario de Teología Manual del Antiguo Testamento, Ediciones Cristiandad, Madrid 1978, 1068-1073.

3 Cf. M. Vidal, El Judío Jesús y el Shabbat: Una lectura del Evangelio a la luz de la Torah, Grafite Ediciones 1998, 52.

 

 

Sugerencias

Preguntas para reflexionar en el retiro. Elije tres que centren tu meditación

 

1.- ¿Necesito una educación al silencio?

2.- ¿En el templo de mi vida me aferro todavía a fachadas y apariencias? ¿Es la verdad la que mueve mi vida?

3.- ¿Qué espero ver en esta vida?

4.- ¿Ajusto mi vida al ritmo de Dios?

5.- ¿Simeón y Ana, escucha y compasión, están unidos en mi vida cotidiana?

6.- ¿Qué signos de contradicción hay en mi vida?

7.- ¿Alguna vez has tomado en brazos esa contradicción, y has reconocido en ella a Jesús, tu Salvador?

8.- ¿Tus ojos están llenos de luz o de amargura? ¿Por qué?

9.- ¿Eres experto en fragilidad aceptada o en resignación amarga?

10.- ¿De tu vida brota un himno de agradecimiento?

 

 

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