En muchas ocasiones no me creo el Evangelio. No, no lo confieso, así, a las claras. Pero cuando constato que no sigo, en muchos aspectos de mi vida, las directrices del Maestro…. es que estoy lejos de la fe que mis labios profesan.
Durante muchos años he pensado que la manera de dar a conocer una virtud, un don, un servicio, un regalo, una ayuda, una entrega…era gritarla: con la voz o con los gestos. He aprendido, con el tiempo, que ese grito vacía de contenido y densidad todo acto humano. En el momento en que lo grito, pierdo la visión del otro en el primer plano y aparece mi figura, mi ego, mi historia…acaparando toda la pantalla.
Hace años que leí esto: Cuando se trata de ayudar o servir (de amar), no existe el tiempo, ni las prisas. Sólo existe el otro. Pero claro, una cosa es leer y otra, bien distinta, vivir. Y el mayor desgate y desazón que existe en esta vida es pretender amar y servir al otro, como excusa para amarse uno así mismo. El alma termina vacía, y el cuerpo, exhausto.
En muchas ocasiones, no sé que parte del cuerpo nos reclama siempre vocear lo que hacemos, lo que vivimos, lo que rezamos, lo que conseguimos, lo que visitamos, lo que celebramos. Y en ello, parece que nos jugamos la existencia o no de todo lo acaecido. El alma, o esencia de uno mismo, no entra en ese juego. Ésta se siente grande en lo auténtico. En los discreto. En lo verdaderamente humilde. En lo silencioso.
El silencio, como expresión de lo verdadero, de lo profundo, de lo auténtico, es el traje de fiesta del alma. Y Dios nos pide siempre estar con el traje de fiesta puesto. El silencio es el lenguaje preferido de Dios. Cierto que es pomposa y hasta espectacular la tala de un árbol del bosque. Pero lo verdaderamente grandioso es el crecimiento silencioso del resto del bosque y de cada uno de los árboles. Mes a mes. Año tras año. Siglo a siglo.
Hermosa la anécdota de aquel periodista que asistió a la misa dominical en una parroquia de Madrid. Escuchó una homilía preciosa. Entró a la sacristía para saludar al predicador, pero ya se había ido. Y nadie de los presentes supo decirle su nombre. El periodista narró este hecho en un artículo. (Hoy, aquel predicador es un joven formador de misioneros).
Es verdad que a veces cuesta creerse el Evangelio. Pero no es menos verdad que hay veces que Dios te pone delante a verdaderos testigos y ejemplos de su propuesta, que te ayudan a vivir lo que crees. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha (Mt 6,3).