Si conocieras el don de Dios

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Carta al P. Jesús Espeja, op

Querido Jesús:
Espero que hayas descansado bien y, así, poder continuar en la brecha con tu testimonio y con tus sabrosas reflexiones.
En tu carta del pasado mes de junio enumeras algunos rasgos de nuestra vida consagrada que desfiguran el ideal evangélico que intentamos alcanzar. Con claridad y con razón lanzas interrogantes incisivos que hacen pensar. Te los agradezco en nombre de otros muchos religiosos y religiosas, porque son aldabonazos que espabilan la conciencia. Al querer responder, me ha venido a la mente el encuentro de Jesús con la Samaritana. Me impresionan la mirada de Jesús, llena de ternura, y sus palabras cuando le dice: “Si conocieras el don de Dios”. Los defectos que arrastramos no los vamos a superar si no es a la luz de su mirada y de sus palabras. No llegaremos a ser felices mientras no reconozcamos y agradezcamos la ternura con que Dios envuelve nuestro ser y todos nuestros quehaceres. Podemos devanarnos la cabeza, pero el verdadero sentido de nuestra vida pasa, efectivamente, por el corazón convertido a la persona de Jesús. En su vida, en sus palabras, en sus acciones refleja toda la bondad que tiene el Padre hacia los hombres. ¡Cuánto nos cuesta convencernos de que nosotros, consagrados, estamos empapados de ternura y misericordia!
Si cada persona consagrada conociera el don de Dios en ella, que es su alianza, todos seríamos más flexibles y estaríamos más serenos. Sufriríamos menos de ansiedad y nos desviviríamos por llevar a los demás el mensaje del amor compasivo y misericordioso de Jesús. Desde luego, haríamos añicos los pactos con la inercia y la rutina. Estamos atrapados por la obviedad, nos vamos acostumbrando a todo y no damos cabida al asombro ni a la admiración. Hasta nos molesta que nos hagan preguntas últimas.
Hay motivos más que suficientes para insistir en la revitalización de las personas y de las comunidades, que es tanto como centrarnos vocacionalmente. Pero únicamente lo logra quien se adentra en su interior, escucha el Evangelio y acepta a Jesús quien le dice: “Yo soy la vida”; “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”.
No es fácil perforar nuestra insensibilidad para darnos cuenta del tesoro escondido y de la perla preciosa que llevamos dentro. Por eso, seguimos sin arriesgar nada. Habrá que pedirle al ciego del camino, Bartimeo, que nos enseñe a gritar: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” y que nos diga cómo abandonar las cómodas posturas y arrojar el manto para seguir a Jesús libre y gozosamente.
Por fortuna, por herencia carismática, quedan en nuestras comunidades e institutos personas con espíritu y visión para emprender la inaplazable revitalización de las personas, sacándolas de su pasividad y ayudándolas a pasar a la otra orilla donde espera arraigar el Reino. No les dejemos solos. No podemos quedarnos como meros espectadores. En esta ayuda toda edad es buena para implicarse. Pensemos en futuro, como aquel viejo a quien preguntaron por qué sembraba dátiles sabiendo que tardan tanto tiempo en fructificar y respondió: porque, si otros antes no los hubieran sembrado, yo no habría podido disfrutarlos.
Hoy somos de otra pasta. Queremos palpar el reconocimiento, el éxito, de forma inmediata; queremos ver los frutos de lo que hacemos. Y, cuando no vemos claro el futuro de nuestras instituciones por las que nos hemos desgastado, nos entra tristeza y nos dejamos abatir. Hay que volver a las raíces -que son siempre trinitarias- y elevar la mirada para admirar el plan de salvación donde nos hallamos inmersos. Quien ha experimentado la ternura de Dios entiende bien la exclamación de Pablo: “la caridad de Cristo nos apremia”. No se conforma y busca medios para hacer fructificar la sangre de Cristo derramada por amor.
Son admirables quienes, sobrecogidos por el don de Dios, espontáneamente alaban, bendicen, hacen el bien, perdonan, oran, trabajan, sufren en silencio, completando “lo que le falta a la pasión de Cristo y a favor de su cuerpo que es la Iglesia”. Miran con serenidad el futuro. Aunque caminen por cañadas oscuras, nada temen, porque Dios va con ellos. Confían en las generaciones que están por venir. Sólo piensan en dejarles una vida plena de luz y de esperanza. Seguro que su pasión por Dios y por los hombres y mujeres más necesitados, les fascinarán. El ejemplo de estas hermanas y hermanos nuestros nos van a ayudar a cultivar el amor a lo diverso: a los jóvenes, que ya piensan de otro modo; a los laicos que están llamados a participar en nuestro carisma y misión; y a las vocaciones que nos llegan de otras culturas y aportan nuevos valores. Estas diversidades y las que proceden de los distintos carismas y ministerios son los retos más arduos que tenemos que superar. Nos conviene estar entrenados. Nuestra vida se hace preciosa cuando se abre y comparte generosamente lo que es y lo que tiene.
Muchos santos y santas, incluso muchos buenos artistas todavía anónimos en nuestra historia, hicieron cosas maravillosas sin esperar ser reconocidos, sin esperar recompensa. Basta visitar museos, monumentos, catedrales. Lo hicieron tan sólo para que Dios fuera alabado y glorificado. El silencio de estas personas son un correctivo a nuestro excesivo protagonismo y una invitación a vivir la fraternidad en sencillez y humildad.
Querido hermano Jesús, me he sobrepasado un poco. Te prometo ser más breve. Con sincero afecto,