Hoy lo escucharemos dicho para nosotros: “Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quién queréis servir”; y será igualmente de hoy para nosotros la pregunta de Jesús a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”; imperativo y pregunta que dejan a Dios en nuestras manos.
Considera el misterio de la cercanía de Dios a su pueblo: hablamos del Dios que, a aquel pueblo y a sus padres, los había sacado de la esclavitud, el que a la vista de todos había hecho grandes signos, el que había protegido a aquel pueblo en los caminos que habían recorrido, y ahora es el Dios a quien los hijos de aquel pueblo pueden rechazar, abandonar, olvidar… el Dios a quien ahora pueden escoger y luego traicionar…
Considera el misterio de la encarnación: hablamos del Dios que nos dio el pan del cielo, el pan de la vida, el que nos dio a su Hijo para que tuviésemos vida eterna, el que en su hijo nos reveló cuanto tiene que decir y nos dio cuanto tiene que dar, y ahora es ese Hijo el que nos pregunta: “¿también vosotros queréis marcharos?”
Y no olvides tampoco el misterio de la eucaristía que estás celebrando, en el que recibes el pan del cielo, comes el pan de la vida, se te da aquel Hijo único que es sacramento del amor con que Dios te ama… No lo olvides, Iglesia convocada para la eucaristía, porque también en tu asamblea escucharás la pregunta que aquel día se hizo a los Doce: “¿también vosotros queréis marcharos?”
Fíjate en las resonancias que evoca en el evangelio de este domingo el verbo “marchar”. Verás que suena a “no creer”, a “echarse atrás”, a “no volver a ir con Jesús”. “Marchar” significa romper una relación que implicaba cercanía, escucha, adhesión, confianza, fe, esperanza, amor: significa dejar atrás todo eso. “Marchar” significa dejar atrás a Jesús.
Entonces intuyes también las resonancias que dejan en tu corazón el verbo “creer”, o ese lema del discípulo que es “seguir a Jesús”, o ese verbo de tu eucaristía que es “comulgar”, o ese verbo de la antigua alianza que era “servir”. Entonces puedes decir con la ingenuidad de Pedro: “Señor, ¿en quién vamos a creer, a quién vamos a seguir, con quién vamos a comulgar, a quién vamos a acudir?” Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Y puedes decir también desde tu pobreza: “Señor, no tengo adonde ir”. Y si lo quieres decir como siempre lo has dicho, todo tu ser irá diciendo: «Creo en ti, Señor, me voy contigo, Cristo Jesús, hasta que me quede a vivir en ti, hasta que te quedes a vivir en mí, hasta que los dos seamos uno solo, hasta que la muerte nos deje unidos para siempre.»
Escojo “servir” al Señor, al que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo para hacerse servidor de todos. Escojo “servir” al que, sobre la mesa de la Iglesia se hizo pan del cielo, pan de vida eterna para todos. Escojo servir al que “amó a su Iglesia y se entregó por ella, para consagrarla y para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada”. Escojo “servir”, que es mi modo de decir: escojo “amar” al que antes “me amó hasta el extremo”, al que antes me sirvió y dio su vida por mí.
Entonces la voz de Jesús se me hizo voz de pobre, voz de pobres, voz de migrantes en caminos de muerte, voz dirigida a quienes aún nos confesamos discípulos suyos: “¿también vosotros queréis marcharos?” Y supe que no podía ser su discípulo si no lo amaba en su cuerpo pobre, en su cuerpo de crucificado, en el misterio de su encarnación en los necesitados de justicia.
La eucaristía que celebras, es memoria del amor con que Dios te ama, y es escuela del amor con que has de amar.