Ayer, en una jornada especial para mi casa, surgió esta cuestión en un momento informal (que son los mejores de la comunidad).
Como Iglesia estamos reiterándonos que hemos de lograr que las personas se sientan en casa… Como mundo, sabemos que nuestra deuda con la humanidad, es que nos hemos apropiado la casa y a algunos (a muchos) los hemos reducido a ser visita en nuestra confortable casa. Como comunidad religiosa el camino no ha sido diferente. Cuando hablamos de la casa, hablamos de «mi casa» la que configuro con los míos, la que quiero… Supongo que en esa «mi casa» ni entran todos ni los espero. La carencia y el reto, por tanto, es darle contenido a la casa, comunidad, de manera que todos se sientan en la suya.
Y aquí es donde aparecen dificultades objetivas a las que, me temo, si no se les pone nombre y solución será una devaluación constante de los valores comunitarios. La persona de este tiempo necesita tanta afirmación como libertad; tanta propiedad como donación de la misma; tanta vida compartida como individualidad. Cada uno y cada una añadimos contenidos nuevos a ese sentirnos en casa que, cargados de autobiografía, terminan por hacerla o convertirla en casa imposible para otros. Sentirte en casa es abrir una cadena inédita de posibilidades y creatividad; así como sentirte fuera de casa genera la inseguridad del tránsito, la huida o la búsqueda de refugios más apetecibles y sinceros. La comunidad no necesita nuevos diseños de afirmación de qué es, o negación de qué la imposibilita, sino cartógrafos que muestren cómo se rompen las barreras de la acepción de manera que todos los llamados, ellos y ellas, se sientan en su casa. Y aquí reside el problema, que no abundan experiencias personales de constructores y constructoras de comunidad. Hombres y mujeres que hayan integrado un proceso personal de crecimiento y donación de tal calidad que su vivir anime, estimule, acoja, redima e integre. A lo peor, algunos intentamos suplir la carencia de experiencia personalizada de comunión con una docencia diferida en la que abundamos de buenas definiciones para saber qué no es comunidad, pero nos falta bagaje para afirmar con testimonio y pasión, en qué consiste la comunión, para todos, que ayude a crear ese hogar en el que, efectivamente, uno se sienta en casa.
Son tiempos complejos. La crisis no es de desbandada, sino de falta de significación. Aquella se ataja mejor. Crear lazos corporativos es la especialidad de la vida religiosa. Siempre podemos tratar de solucionar un problema con un congreso que nos dé fuerza. La crisis de significación tiene una terapia más lenta, silenciosa y penitente. Y esa complejidad que requiere la responsabilidad, exige exponerte hasta un punto en el que tantas veces terminas desistiendo porque el paso del tiempo puede decirte que no merece la pena: Mejor dejar las cosas como están. Sin embargo, dejar las cosas como están no es un punto de llegada, sino un deterioro sin freno en el que la carencia de significación es cada vez más expresivo y fuerte.
Son tiempos de llamada. De reflexión sincera sobre la vocación. Tiempos de sueño y proyección. La pregunta es hacia dónde, hacia qué, para qué y con quién. Una comunidad que esté preparada para ofrecer lo que es, abriendo una participación sincera a que otros u otras se sientan en casa, intuyo que tiene posibilidad de crecer, porque no ofrece el final de la historia, sino la disponibilidad para recrearla juntos. Aquellas comunidades que ofrezcan sinergias fragmentadas, el relato de lo que hicieron en la historia o el valor de la congregación sin rostros, presumo que tienen el mismo «tirón», para convocar a la vida, que una oficina de empleo, una estación de autobuses o una calle anónima de cualquier ciudad. Cuando la comunidad es solo organización y horario, donde cada uno y cada una esté en su sitio, las necesidades básicas cubiertas, y la interacción y complicidad reducida a la funcionalidad de sacar adelante las cosas, no es tanto una convocatoria a la vida, cuanto un órgano atrofiado y estéril que piensa en sí mismo, sin futuro y, por tanto, sin capacidad de ofrecer mañana.
Esta es la cuestión. Dice con razón González Anleo (VR, 125/4) que los jóvenes están vacunados contra la figura del vendedor amable, la sonrisa falsa de las jornadas de puertas abiertas y vocacionales, o el consabido y gastado: «tú, como en casa». La originalidad que solo nosotros, los consagrados, podemos regalar y que además es inédita, es aquella que nos lleva a ofrecer, de verdad, nuestra casa, todo lo que somos y tenemos, para ser compartido. Sin miedo a perder, sin guardar, sin conservar ni ahorrar. Sospecho que descubriremos la casa-comunidad-hogar cuando seamos capaces de abrirnos a una provisionalidad desconcertante y única que nos libere de la tensión de poseer, dominar y decidir. Cuando identifiquemos vida en comunión con disfrutar en esa participación misteriosa en la misión que lleva a encontrar hermanos o hermanas, sin precios ni dependencias; sin contraprestaciones ni prejuicios; sin competitividad ni zancadillas. Porque asomarnos a la experiencia de comunión limpia, además de hacernos más humanos, es la nota real de la consagración. Por eso, la pregunta no es: ¿tenéis vocaciones? La pregunta es: los hermanos y hermanas, en cada comunidad ¿se sienten en casa?