En medio de disfraces de monstruos y calabazas, de colores ocres en muchos árboles y atardeceres que se van adelantando en minutos, nos encontramos, sin saber muy bien cómo, con nuestros seres queridos fallecidos y con la compañía de los santos y santas anónimos.
Es una sensación agridulce, entre la ausencia y la presencia. Entre la paz profunda y un desasosiego que inquieta las profundidades de nuestras entrañas. Entre la certeza de lo caduco y la eternidad de los amores.
En todo ello está el Dios de la Vida que se manifiesta y se oculta al mismo tiempo. También descubrimos a ese Jesús de duelo con lágrimas por Lázaro y a ese otro de palabra que hace añicos a la muerte todopoderosa: «Tu hijo no está muerto, está dormido».
Silencios y palabras. Vida y muerte. Tristeza y alegría. Todo entrelazado en la mezcla maravillosa de lo que somos y seremos, de los que fueron y son.