SANACIÓN DE LA MEMORIA V (PROPUESTA DE RETIRO)

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(Carlos Gutiérrez Cuartango). Los rasgos de la memoria enferma que hemos ido describiendo a lo largo de los últimos retiros, nos mantienen encerrados en un círculo vicioso, en un bucle narcisista difícil de romper. Poco podemos hacer para salir de este callejón sin salida. La reacción no es la solución. Las reacciones no funcionan, son más de lo mismo, y solo conducen a perpetuar el estado de postración junto a un sentimiento arraigado de frustración. La liberación viene de otra parte. El bucle se aflojará gracias al acto de fe en Dios. Necesitamos escuchar nuestro ser profundo, al maestro interior cuya voz nos llevará a reconocer nuestra identidad verdadera, a tomar contacto con nuestra semejanza hasta descansar en ella y permitir que fluya en toda nuestra vida, en nuestras relaciones y en nuestra actividad.

El primer paso consiste, aunque pueda parecer paradójico, en la aceptación lúcida y humilde de nuestra enfermedad y de hasta qué punto solemos vivir identificados con tantas cosas que configuran nuestro pequeño yo y, en consecuencia, centrados en nosotros mismos. Únicamente a partir de este primer reconocimiento, será posible iniciar un proceso de desidentificación progresiva y así ir recorriendo un camino que por el conocimiento de sí mismo nos va conduciendo hacia el país de la semejanza.

Gracias al acto de fe en Dios es posible el origen de la conversión, de la metanoia, es decir, de una nueva orientación que se emprende con todo el ser. Este es un momento privilegiado de gracia. Cuando nos inclinamos a escuchar la “voz” del maestro interior, vamos adquiriendo una sensibilidad ante su presencia desconocida hasta entonces.

La conciencia de Dios

La conciencia de Dios es el tema central de la concepción de la vida espiritual según la Regla de San Benito. La postura de Benito de Nursia es tan sorprendente como simple: no basta con estar sin pecado; tener la mente impregnada de Dios es más importante. Aunque es básico evitar el discurso acerbo, las malas acciones, las exigencias de la mentalidad del mundo y el orgullo del alma, más vital para alimentar el fuego espiritual es tener presente que el Dios al que buscamos nos tiene presentes. La santidad, en otras palabras, no es atletismo moral, sino una relación consciente con el Dios consciente, pero invisible. La teología es así vivificante y liberadora: no se trata de ser lo suficientemente buenos para llegar a un Dios que está fuera de nosotros, sino de llegar al Dios interior, cuyo amor nos impulsa hacia el bien.

Dios –dice Benito con suma claridad– está dentro de nosotros para que caigamos en la cuenta de ello, no fuera de nosotros para que tropecemos con Él. La vida espiritual no es el juego del escondite, sino que consiste sencillamente en abrir los ojos a la luz que elimina la oscuridad de nuestro interior. Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando presenta a Dios  dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: “Tú, oh Dios, sondeas el corazón y las entrañas (Regla de San Benito 7,14).

“¿Cómo busca una persona la unión con Dios?”, preguntó el buscador. “Cuanto más afanosamente buscas -dijo el maestro-, más distancia estableces entre Dios y tú”. “¿Y qué se puede hacer a propósito de esa distancia?”. “Comprender que no existe”, dijo el maestro. “¿Significa eso que Dios y yo somos uno?”, preguntó el buscador. “Ni uno, ni dos”. “¿Cómo es eso posible?”, inquirió de nuevo el buscador. “El sol y su luz, el océano y la ola, el cantante y la canción. Ni uno, ni dos”.

El despertar del corazón

Mediante la rumia de la Palabra nuestro corazón puede despertarse, sentirse tocado, atravesado, destrozado, para dejar brotar la plegaria. La enfermedad, las grandes pruebas son momentos sumamente favorables, en los cuales nuestra espera de Dios y de su intervención se hace más explícita, más insistente. Las tentaciones, que nos precipitan en la intercesión, también, en la medida en que estamos convencidos de no poder ser salvados a no ser por la gracia. El mismo pecado, en el momento en que la misericordia de Dios viene a tocarlo para curarlo, puede florecer en acciones de gracias y en alegría exultante. “¿De qué se puede vanagloriar un cristiano? De dos cosas: de los propios pecados y de Cristo Crucificado” (Papa Francisco).

El mejor fruto de este cambio de mentalidad es el amor fraterno. La señal más cierta de que se ha tomado el camino correcto es el amor humilde y universal que siente hacia todos los seres humanos por igual, buenos o malos. Más todavía: consiste en la incapacidad que tiene el hombre de Dios para ver el mal en los otros.

“Había un viejo sufí que se ganaba la vida vendiendo toda clase de baratijas. Parecía como si aquel hombre no tuviera entendimiento, porque la gente le pagaba muchas veces con monedas falsas que él aceptaba sin ninguna protesta, y otras veces afirmaban haberle pagado, cuando en realidad no lo habían hecho, y él aceptaba su palabra. Cuando le llegó la hora de morir, alzó sus ojos al cielo y dijo: “¡Oh, Alá! He aceptado de la gente muchas monedas falsas, pero ni una sola vez he juzgado a ninguna de esas personas en mi corazón, sino que daba por supuesto que no sabían lo que hacían. Yo también soy una falsa moneda. No me juzgues, por favor”.

Y se oyó una Voz que decía: “¿Cómo es posible juzgar a alguien que no ha juzgado a los demás?”. Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa “amorosamente”.

Se podría decir que nuestra vocación lleva implícita la sanación de la memoria, purificarla de una mentalidad vieja y caduca, con el deseo de que, en todo momento, nuestra memoria sea memoria Dei, que nos despierta a nuestro rostro original. En esto consiste la rumia de la memoria Dei: en purificarla de la mentalidad del mundo -en el sentido joánico del término- para dejarnos poseer por una mentalidad evangélica. Memoria Dei que va mucho más allá de un simple recordar y pensar en Dios: es tener un corazón puro, tener el mismo sentir, pensar y actuar de Cristo Jesús. Juan Casiano decía que la pureza de corazón es lo mismo que la caridad perfecta.

La luz de la Palabra

Uno de los momentos privilegiados es la escucha de la Palabra de Dios. Como gustaban decir los autores del siglo de oro cisterciense, ‘no puede entenderse la experiencia profunda del hombre desligada del Misterio de la Palabra. La luz de la Palabra es como una espada de doble filo, que por una parte descubre nuestro rostro herido y pecador y, por otra, va trasformando por la fe todas las obras en luz, hasta despertar a la Palabra revelada, asentada en el fondo del corazón como en su trono. Y es que la Palabra de Dios hace audible toda la infinitud interna de la vida del hombre. El hombre es una capacidad de Dios creada a su imagen. Pero esta capacidad se encuentra en conflicto, porque ha perdido la semejanza. Ante la Palabra, se descubren pecadores y débiles, pero sienten que su capacidad de Dios les impulsa a ponerse en camino desde la región de la desemejanza hacia el paraíso. Pero no se detienen en análisis y descripciones; simplemente constatan que nacen y viven con su propia historia personal. Aún así, esta situación despierta en ellos una cierta angustia existencial que les pone a veces al borde de la desesperación’.

Por eso la lectio, la oración, es un medio privilegiado para conectar con nuestra verdad, para sintonizar con el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón. Pero esto no se consigue por arte de magia, sino que supone una ardua ascesis, pues para entrar en contacto con la propia verdad es ineludible enfrentarse con la propia realidad, es decir, con nuestra memoria enferma. A medida que la oración va siendo más profunda, uno va conociéndose con mayor hondura, va tomando conciencia de la gravedad de su memoria enferma, lo que le lleva a reconocerse pobre, pecador, indigente y enfermo. Ésta es la gran ocasión que le ofrecemos a Jesús, que repitió hasta la saciedad con su propia vida: misericordia quiero y no sacrificios: porque no he venido a invitar justos, sino pecadores (Mt 9,13). No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (Lc 5, 31).

Para poder acceder a la verdad, para poder entrar en la tierra de promisión, en el país de la semejanza, es imprescindible tomar contacto con la propia realidad, con la situación de desemejanza, con la memoria herida. Para que advenga a nosotros la verdad, es preciso reconocerse enfermo y necesitado de sanación. Nos guste o no nos guste, lo queramos o no, no hay otro camino para ponernos a merced de la gracia del Señor.

Así son los caminos de Dios. Jesús es el que viene para los pobres, los marginados, los pecadores y los enfermos. Quien no se encuentre en alguna de estas situaciones existenciales no conocerá el don de Dios, la salvación de Jesús. Por lo tanto, si todos somos llamados a la salvación, quiere decir que entonces tenemos que situarnos en nuestra realidad: que estamos desterrados en el país de la desemejanza. La realidad de todo ser humano que desea buscar la verdad es la de la pobreza, de la indigencia, del pecado o de la enfermedad.

Siempre estamos en camino, somos peregrinos a la búsqueda del encuentro con Dios. Las cosas no son matemáticas. El Señor nos bendice con su sanación cuando Él quiere, sin atenerse a nuestros méritos. Él no se acomoda a nuestra lógica. Por eso, de repente, cuando menos lo esperamos, después de tanto tiempo llamando insistentemente a la puerta, ¡oh, bendita sorpresa!, nos damos cuenta de que siempre estuvo abierta. Dios nos visita, se hace presente poniendo orden en medio de tanto caos, haciendo silencio en los innumerables ruidos, purificando la memoria y ofreciéndonos su paz. De repente y sin saber cómo, nos descubrimos contemplándolo todo con el corazón de Dios, con misericordia, benevolencia y compasión. Se ha producido el milagro de la reconciliación consigo mismo, con la propia historia configurada de luces y sombras. Las zonas oscuras han sido iluminadas por la Buena Nueva de Jesús, que como Buen Samaritano nos ha ungido con el óleo de la reconciliación.

¿Qué ungüento es éste? Simple y llanamente es el óleo del amor misericordioso. Hemos puesto amor en nuestras heridas, en nuestra memoria enferma. Todo lo que, consciente o inconscientemente, negábamos o rechazábamos es ahora aceptado, lo asumimos amorosamente como parte de nuestra historia. He aquí la palabra mágica: aceptación. La aceptación ha producido el milagro de la reconciliación. Por la aceptación queda integrado lo negativo de nuestra vida. Purificar la memoria no es eliminar lo que no nos gusta, no es limpiarlo con lejía de lavandero, sino que es integrarlo porque ha sido aceptado. Solo lo que es asumido, puede ser redimido. Se ha producido la transformación deseada porque ahora vemos todo con afecto y amor, incluso lo no amable. Somos capaces incluso hasta de reírnos de nosotros mismos. ¡Qué poca importancia tiene todo lo que nos hacía sufrir, cuando el Amor de Dios es lo único esencial! Recuperamos el sentido del humor, y dejamos de hacernos un problema de lo que hasta el momento considerábamos un problema. Somos capaces de relativizar, de resituar las cosas en su lugar,  en torno a lo único importante: que somos hijos amados de Dios. La paz de Dios adviene cuando todo lo ponemos en referencia a lo único verdaderamente absoluto.

Uno es plenamente consciente de que solo la gracia del Señor ha podido realizar semejante milagro. Si su gracia no está, entonces volvemos a experimentar los síntomas de la enfermedad. Por eso las actitudes del pecador perdonado son la humildad y el agradecimiento. Si nunca hemos experimentado la visita sanadora del Señor, es posible que nos cueste comprender la transformación que se ha producido –la aceptación– puesto que según nuestro entendimiento lo que tendría que haber ocurrido es la eliminación de todas las heridas que contaminaban la memoria. Quizás con la siguiente historieta podamos acercarnos más familiarmente a la comprensión de la aceptación: “Durante años fui un neurótico. Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que yo era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara.

Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara.

Y también con él estaba de acuerdo, y no podía sentirme ofendido con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.  Pero un día me dijo: ‘No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte’. Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: ‘No cambies. No cambies. No cambies… Te quiero…’. Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.

Ahora sé que en realidad no podía cambiar hasta encontrar a alguien que me quisiera, prescindiendo que cambiara o dejara de cambiar”.

¿Es así como tú me quieres, Dios mío?

Os invito a que llevéis esto a vuestra meditación, a que lo rumiéis, a que en estos días tengáis muy presente la siguiente oración: “Señor, dame serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; el valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar; y la sabiduría para distinguir la diferencia”.

Normalmente, quien se introduce en este camino –no olvidemos que guiado por el Espíritu del Señor–, tendrá que ser siempre una persona vigilante y ya nunca dejará de beber del manantial de donde brotan las aguas de la vida. La purificación de la memoria nunca está acabada; tenemos toda la vida para sanarla más y más. Además ni siquiera es la purificación de la memoria nuestra meta última, sino Dios mismo, que por ser el Trascendente está siempre más allá de sus consuelos y gracias. Dios es Amor, y el amor no tiene meta, porque como dice San Bernardo la medida del amor es amar sin medida, y gracias a Dios eso no acaba nunca. Por eso el descanso definitivo solo lo conoceremos en la otra vida; incluso ahí será un reposo en movimiento como lo es el amar. El amor es nuestro único descanso, y el amor no descansa: mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo (Jn 5,17). No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel (Sal 120,3-4).

Cuando amamos y cuando creemos

¿En qué momento sentimos que somos más nosotros mismos? ¿Cuándo se realiza y se afirma nuestra identidad de modo más profundo? Por muy variadas que sean nuestras respuestas, con toda probabilidad todas ellas puedan resumirse en estas dos, que en el fondo son una: cuando amamos y cuando creemos; es decir, al dejar de hacer de nosotros mismos la razón de nuestra existencia. Cuando abandonamos la permanencia entendida como fijeza y permanecemos como el fuego, que está siempre moviéndose: muriendo y recreándonos a cada instante, perdiéndonos para encontrarnos y encontrándonos al perdernos… la dinámica pascual.

El amor encuentra su reposo en el don de la fe. Creer significa confiar, como el niño que en su indefensión e ignorancia, vive totalmente entregado y confiado a los cuidados de sus padres, dependiendo absolutamente de ellos. Confiar es entregarse y rendirse totalmente en las manos del Padre. Así resplandece una confianza inédita, porque se descubre que desde la perspectiva de Dios, todo está bien. Cuando el vagabundeo de creencias y deseos se acalla, se produce un nuevo nacimiento. Emerge la Paz y adviene entonces un estado de Presencia, de Confianza y de Comprensión en el que se empieza a ver.

Por el don de la fe se abre el ojo del corazón, el ojo interior que ve la existencia desde el promontorio del Espíritu, contemplando que solo hay un escenario en el que se lidia el drama de la vida. Es el escenario de lo que es, desde donde se contempla la vida tal como acontece. Ya no hay cabida para lamentos estériles, ni para consideraciones como “esto debería ser de otra manera”. Desaparece la preocupación de quedar bien o quedar mal. Ya no hay lugar para intereses egoístas y mezquinos, ni para el temor a las consecuencias que obstaculizan nuestras acciones. Ese escenario –el único que hay–  se contempla con realismo, pero al mismo tiempo con una confianza incondicional, y se ama tal como es, sin las interferencias de la “loca de la casa”. Uno puede zambullirse amorosamente en la vida, lleno de energía, sin el desgaste que produce el hecho de involucrarse.

El ojo interior es también la puerta a través de la cual se nos aparece el Resucitado, a través de la que somos dados a luz, naciendo de nuevo. A través de ella, el Espíritu que habita en las entrañas del mundo y en el corazón humano se manifiesta, ve como por primera vez, comprende y actúa amoldándose a cada uno, a ese perfil único e irrepetible de cada cual. Desde lo que acontece –tal y como sucede– y solamente desde ahí porque es lo único real, a uno se le sugiere y provoca para que haga lo que cree que tiene que hacer. Y hacer lo que debe hacer en las situaciones tal como se presentan, dejándose de lamentos por cómo deberían ser las cosas.

Todo se hace espontáneamente, con naturalidad. Se hace lo que tiene que hacerse con la mente acallada de creencias y de deseos. Se vive con esa increíble intensidad que se despliega cuando se hacen las cosas como si todo dependiera de uno, y al mismo tiempo con una impresionante ligereza, sin ese peso de la responsabilidad agobiante, sin la sobrecarga del estrés, porque se sabe humildemente, que al final nada depende de uno. Todo es sencillo, espontáneo al no tomarse las cosas personalmente. Y la existencia siendo como es, difícil –no podemos olvidar que el Resucitado es el Crucificado–se vive permaneciendo anclado en la serenidad. La confianza y la paz se hermanan en una serena alegría desapropiada, que no está reñida con que aparezcan alegrías o tristezas efímeras.

No hay pasotismo, ni indiferencia, ni resignación, ni conformismo, sino más bien todo lo contrario porque la vida continúa siendo como es. Y habrá que seguir respondiendo a las situaciones que se presentan desde la propia realidad personal, desde los valores que a uno le constituyen. Pero se hará de una manera increíblemente efectiva porque con la apertura del ojo de la sabiduría, ya no habrá contaminación de esas interferencias que absorben tanta energía. Además, uno sabe y saborea que no está en las propias manos ni el control ni las consecuencias de las acciones. Sigo siendo sencillamente el que soy, con mis talentos y mis carencias, pero desplegadas desde la Paz de sentirme amado incondicionalmente. Queda atrás el reino de las creencias y se es introducido en el reino de la Gracia.

 

La virtud superior no se precia de virtuosa,

esa es su virtud.

La virtud inferior aprecia su propia virtud,

por eso no tiene virtud.

La virtud superior no actúa

ni tiene objetivos que alcanzar.

La virtud inferior actúa

y tiene objetivos que alcanzar.

La bondad superior actúa

y no tiene objetivos (Tao Te King, XXXVIII).

 

Este prodigioso milagro es siempre un regalo del Resucitado: sucede cuando menos lo esperamos, nos sorprende siempre, no puede ser contabilizado, nos deja sumidos en un estado de asombro que nos posee y nos da alas para volar fluidamente en la existencia. Al ser un don, poco podemos hacer para provocarlo. Solamente podemos aguardarlo, estar amorosamente a la espera. Gracias a este despertar, la decepción se transforma en ilusión, la desesperación en esperanza, la tristeza en alegría, la turbación en paz, la cobardía en coraje, el vacío en plenitud que se contagia y comunica. La mirada gris y moribunda sobre la vida, es ahora luminosa, penetrante y amorosa. Y al despertar a esta realidad transfigurada y nueva, podemos escuchar esa voz cálida que todo lo envuelve y que nos susurra: Paz a vosotros, que nos descentra, permite mirarnos con humor, y arranca del corazón nuestra expresión más asombrada, honda y agradecida: ¡Aleluya!