SACRAMENTOS DEL AMOR COMPASIVO DE DIOS (PROPUESTA DE RETIRO)

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El evangelista describe así el ministerio de Jesús: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 12,35).

Algo me dice que ese “sanar toda enfermedad y toda dolencia” es un inciso explicativo del precedente “proclamar la Buena Nueva del Reino”, y empezamos a intuir que Jesús y el Evangelio están misteriosamente unidos a la vida de los pobres:

“Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 12,36).

He dicho Jesús y el Evangelio. Habrá que decir también Jesús y sus discípulos.

A ellos se dirige, los interpela, los apremia, para que ellos y muchos más se entreguen al mismo amor compasivo: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 12,37-38).

Dolor compasivo

A Jesús y a sus discípulos nos duele el mundo.

Nos duele la humanidad hambrienta de justicia, esa humanidad que podemos encontrar en cualquier rincón de nuestras calles, la que yace olvidada a las puertas de nuestra vida, la abandonada medio muerta al borde del camino.

Duele que tantos hermanos y hermanas nuestros no sepan que Dios es amor, no sepan del amor que es Dios: duele que alguien pueda pasar por la vida sin conocer al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; duele que se ignore el amor de dónde venimos, el amor a dónde vamos. Duele ese amor desconocido y no amado.

Duele la soledad en que mueren los pobres, y, si cabe, duele más aún la indiferencia en que viven los ricos.

Lo escribí en su día a la Iglesia que peregrina en Tánger: El amor ha puesto al Unigénito de Dios en el centro de la historia, y la gracia de la fe lo ha puesto en el centro de nuestra vida. El Espíritu del Señor ha encendido en nosotros un fuego que deseamos ver prendido en toda la tierra. A todos hemos de anunciar lo que hemos conocido de Dios: la vida a la que hemos sido llamados, el Salvador que se nos ha dado. “Nos apremia el amor” a dar lo que hemos recibido, a fin de que todos vivan para el que murió y resucitó por todos.

Supongo que se puede decir que a Dios le duele el mundo y le apremia el amor. El profeta nos dejó testimonio de ese amor apremiante:

“Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nieves y brumas…Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar… Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma” (Ez 34,11-12. 15. 16).

Detrás de cada una de esas palabras hay una herida abierta en el corazón de Dios, una herida de amor. Detrás de cada una de esas palabras hay un compromiso, una promesa, un proyecto de amor.

La historia de la salvación es historia de ese amor apremiante, revelación de un amor herido, no porque no es amado, sino porque los amados se pierden lejos de él.

De ese amor se nos ha dado la medida sin medida cuando Dios nos entregó a su Unigénito; cuando Dios «lo levantó», como levantó Moisés la serpiente en el desierto, “para que todo el que crea tenga vida eterna”:

“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito para que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,14-16).

La historia grande de la revelación recogida en los libros de la Sagrada Escritura, y la historia chica que cada uno de nosotros puede contar por haberla vivido, desemboca en esa constatación asombrosa y definitiva: Dios es amor.

Y si Dios es amor, todo en la vida está entretejido con los hilos de ese amor: ¡Todo!

Si Dios es amor, la fe intuye que en el amor a Dios y a los hermanos se encierra toda la ley y los profetas.

Si Dios es amor, la fe intuye que la vocación de todo creyente es vivir en ese amor que es Dios.

Dicho de otro modo: si Dios es amor, la fe intuye que nuestra vocación –la de todos– es que seamos un sacramento del amor de Dios, imagen real del amor que se nos ha revelado en Cristo Jesús, presencia real de Cristo Jesús en el mundo, presencia real del amor de Cristo Jesús a Dios, Padre suyo y Padre nuestro.

El amor de Cristo al Padre se ha expresado como obediencia filial, como buena noticia para los pobres, como entrega de sí mismo por su cuerpo que es la Iglesia.

A manifestar de la misma manera ese amor somos llamados cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, cuantos hemos sido ungidos por el mismo Espíritu que ungió a Cristo Jesús y lo envió a evangelizar a los pobres.

El Espíritu nos ha hecho de Cristo. Por la acción del Espíritu somos Cristo. Así, acercándonos al Señor, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también nosotros, como piedras vivas, entramos en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo (1Pe 2,4-5).

Llamados a «ser piedras vivas» en la casa que levanta con su gracia el Espíritu del Señor, pedimos ofrecer nosotros también el sacrificio que en ella ofrece Cristo Jesús, sacrificio hecho de escucha y obediencia filial a la palabra del Padre; pedimos hacer presente en el mundo el amor de Cristo Jesús a su Padre del cielo, el Evangelio de Cristo Jesús para los pobres, la entrega de Cristo Jesús a la Iglesia que es su cuerpo.

Ésa es la vida cristiana: una vida transfigurada en Cristo, conformada con Cristo, consagrada al amor, al amor que es Dios, al amor con que somos amados, al amor con que somos llamados a amar.

Dichosos todos aquellos que se disponen a caminar «en la caridad que es Dios».

En esa caridad está la sabiduría que lleva al Reino de Dios (cf. Mt 12,34).

Nos precede Cristo Jesús, «piedra viva y desechada», y nosotros, bautizados en Cristo y ungidos por su mismo Espíritu, nos hacemos «piedras vivas» de la construcción, pues en comunión con Él, como Él, nos hacemos del Padre, de los pobres y de la Iglesia.

« ¡Enamórate! Nada puede importar más que encontrar a Dios.

Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta.

Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama cada mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.

¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! ¡Todo será de otra manera!».

(Pedro Arrupe)

«Piedras vivas» en una «casa espiritual»

Será necesario que hablemos de ella, que nos asomemos al misterio de la «casa espiritual», pues hay una en cuya construcción estamos llamados a entrar como «piedras vivas».

Es ese un misterio en el que solo se puede entrar a la luz de la Palabra de Dios.

En los días del éxodo, y durante mucho tiempo en la tierra prometida, el pueblo de Israel tuvo una Morada del Testimonio o Morada de la Tienda del Encuentro, que se levantaba y se movía como se levantaban y movían las tiendas de la comunidad de Israel que el Señor había liberado de la esclavitud de Egipto (cf. Ex 26,1-14).

En los días del rey Salomón, la Morada que se movía con Israel, se hizo Templo establecido en la tierra, como establecido estaba en la tierra el Pueblo de Dios.

Morada y Templo son símbolos para la fe, y solo la fe hace de ellos un lugar en el que habita el Señor.

Por eso, el tesoro más precioso que se guarda en la Morada y en el Templo es el Arca de la Alianza, que contiene las Tablas de la Ley, las cláusulas de la alianza entre Dios y su pueblo (cf. Ex 25,10-16).

Y, en quienes se acercan a la Morada o al Templo, condición indispensable para que allí se encuentren con el Señor vuelven a ser las Tablas de la Ley, las cláusulas de la alianza:

“Por este templo que estás construyendo, si caminas según mis preceptos, obras según mis sentencias y guardas todos mis mandamientos, caminando conforme a ellos, yo te cumpliré mi palabra, la que prometí a David tu padre. Habitaré en medio de los hijos de Israel y no abandonaré a mi pueblo Israel” (1Re 6,12-13).

Quien busca a Dios, lo encontrará en la Morada, en el Templo, donde están las Tablas de la Ley, solo si las Tablas de la Ley se encuentran en el corazón de quien busca a Dios.

De ahí que el apóstol Pablo pudiese decir con verdad:

“El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él… no habita en santuarios fabricados por mano de hombres… Él creó… todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad… por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en Él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vosotros; porque somos también de su linaje” (Hch 17,24. 26-28).

No es el hombre quien prepara casa para Dios sino que es Dios quien prepara casa para el hombre.

Esa casa es la tierra en la que el hombre habita, y, como han intuido los poetas, de alguna manera, casa para el hombre lo es Dios mismo, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos.

El Evangelio de Juan nos lleva de la mano al interior de la casa que es Dios para el hombre; y nos abre la puerta de la casa que es el hombre de fe para Dios:

“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí.

En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,1-3).

“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,9b-11).

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros” (Jn 14,15-17).

“Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él… Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,20-21. 23).

Sea que a ti te busques en Dios, sea que a Dios le busques en ti, condición necesaria de tu permanencia en Dios y de la permanencia de Dios en ti es tu fe: que estén en ti los mandamientos de Dios –las tablas de la ley–, y que en ti sean guardados.

Entremos, pues, en el misterio de Dios. Hablemos del Padre, del Hijo y del Espíritu.

Ese misterio insondable se asomó al horizonte de nuestras vidas cuando “la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14).

Desde entonces, lo que era “misterio eterno en Dios” se hace “misterio del hombre”; lo que hasta entonces no cabía en la revelación porque era solo cosa de Dios y no nos incumbía, desde la “encarnación de la Palabra” empieza a decirse porque es también cosa del hombre, y eso ya nos incumbe:

“Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” –lo dice el hombre Jesús de Nazaret–.

“Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” –lo dice la Palabra hecha carne–.

“Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” –lo dice el que es nuestra cabeza, aquel de quien nosotros somos el cuerpo–.

En la casa que es Dios no entramos de observadores ni de okupas, ni se entra con ritos, fiestas o devociones.

En la casa que es Dios entramos por la fe y la obediencia a la Palabra del Señor.

Ese es el poder asombroso de la fe y del amor: a ti te dejan dentro de Dios; a Dios lo dejan dentro de ti.

Con lo cual, empezamos a intuir lo que significa «ser piedras vivas» en esa «construcción espiritual».

Significa ser hombres y mujeres de fe; hombres y mujeres que, porque aman a Jesús, “guardan sus mandamientos”, “lo reciben”, y se les da poder “de hacerse hijos de Dios”.

No es una cuestión de lugares especialmente ligados a la divinidad, no es cuestión de ritos particularmente eficaces, no es cuestión de ejercer dominio sobre Dios y control sobre su poder; es cuestión de “linaje”, de “nacimiento”; es cuestión de hijos y de obediencia filial.

En la casa que es Dios se entra en la condición de hijos que, por la fe y la obediencia, “están en el Hijo”.

Con asombro nos asomamos al misterio que se nos ha revelado: Por ese Hijo que “vino a anunciar la paz”, “tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu”.

Y eso significa que “somos familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda la edificación se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros

–los gentiles– con ellos –los hijos de Israel– estáis siendo edificados, para ser morada de Dios en el Espíritu” (cf. Ef 2,17-22)1.

Ya no hay judío ni gentil; solo hay “familiares de Dios”.

Ya no hay judío ni gentil; solo hay “un templo santo” en el que judíos y gentiles están siendo edificados.

Ya no hay judío ni gentil, pues por la fe y el amor, todos, unidos a Cristo, son “morada de Dios en el Espíritu”.

Es éste un gran misterio: Cristo y la Iglesia –la Cabeza y el cuerpo–, que van “edificándose” hasta llegar a la plenitud, son ya “morada de Dios en el Espíritu”.

Y cada uno de nosotros, que por la fe y la obediencia de amor va entrando en la construcción, se hace «piedra viva» del templo santo de Dios.

En Cristo, Dios es nuestra casa. En Cristo, somos casa de Dios.

Con Cristo, hemos entrado como hijos en el misterio de la Trinidad santa.

1 Ef 2,19-22.

Sugerencias

Pautas para la reflexión personal y comunitaria

1.- No hay amor compasivo si no hay dolor compasivo: ¿Cuáles son tus preocupaciones personales? ¿Cuáles las de tu comunidad? ¿Cuáles son tus intereses? ¿Cuáles lo de tu comunidad? Me pregunto qué es lo que nos duele, lo que acude una y otra vez a nuestras conversaciones, lo hay en nuestro corazón. ¿Nos duelen los pobres?

2.- Lo hemos oído, lo sabemos: En el amor a Dios y a los hermanos se encierra toda la ley y los profetas. ¿Somos un sacramento del amor de Dios?, ¿somos imagen real del amor que se nos ha revelado en Cristo Jesús?, ¿somos presencia real de Cristo Jesús en el mundo?, ¿somos presencia real del amor de Cristo Jesús a Dios, Padre suyo y Padre nuestro?, ¿es ese amor lo primero y principal en mi vida?, ¿es ese amor lo primero y principal en el proyecto de mi comunidad?

3.- Nuestra relación con Dios, ¿es de escucha filial?, ¿es de libertad experimentada?, ¿es servidumbre obligada?

4.- Al hablar de Dios, ¿alguna vez hicimos nuestro el lenguaje de los enamorados?

5.- Describe el templo de Dios en el que le ofreces tu culto espiritual.

6.- Con Cristo, hemos entrado como hijos en el misterio de la Trinidad santa: describe tu estancia en el corazón de Dios.