Ya en 1922 Romano Guardini, anticipando las perspectivas del Concilio, en su libro, Il senso della Chiesa, decía que se había iniciado un fenómeno religioso de alcance incalculable para sacar a la Iglesia de sí misma y recuperar el estado de salud teológica, comprometido durante siglos.
Posteriormente Y. Congar, y con él otros teólogos, dirá que la Iglesia está llamada a no encerrarse en las categorías teológicas que llevan consigo por inercia, y que “era necesario una revisión más valiente de la historia de las instituciones volviendo a las fuentes espirituales”.
Hoy, casi cien años después, el papa Francisco repite en varias ocasiones la invitación a “salir”, palabra que significa: abandonar las barreras mentales puestas por una ortodoxia lejana, cuyos contornos teológicos y éticos hoy se encuentran fuera de todo foco de atención. Salir porque, a diferencia del pasado, ya no nos interesamos más por una vida aparte, diversa, sino por un modo particular de vivir y proponer valores que son necesarios para cada persona humana. El problema, por tanto, reside en la re-comprensión de la función de la vida discipular dentro del pueblo de Dios, concepto bíblico que se ha convertido en autoconciencia conductora de la Iglesia, a partir de la dignidad reafirmada común del bautismo2. Salir porque la vida religiosa no es solo un anuncio a distancia de la vida más allá de la muerte, sino que también se da para que la vida después de la muerte esté presente en el hoy a través de historias vividas con un modo de ser cristianos dentro de la vida de los hombres.
En consecuencia, para que sea creíble y apetecible en su papel profético, la vida religiosa debe saber crear nuevos esquemas, en función de las llamadas de la historia, en términos de justicia, dignidad de la persona, compromiso con los humillados, a través de comunidades que den actualidad, presencia, incidencia histórica del Evangelio, porque la esencia de la consagración se encuentra en ser sobreabundancia de transparencia evangélica.
- G.Alberigo, Storia del Vat II, il Mulino (1996),37.
2.A.Melloni, Quel che resta di Dio Einaudi (2013),104.