Necesito un milagro
Si la solución circulase por la red o se lograse con publicidad; si las palabras encadenadas anunciando misericordia cambiasen el corazón… nuestro mundo empezaría a respirar.
La sinergia no sería un sueño y, en verdad, la pluralidad el gozo que nos diera nueva vida. Pero las cosas no son así. La misericordia nace del encuentro con Dios, con uno mismo y con los demás, cuando estos son hermanos. Necesitamos un milagro.
Es mucho más que gestos, palabras y celebraciones. Mucho más que campañas o momentos. Es un proceso de cambio asumido y asumible para recrear el misterio, para hacer posible el milagro. Resuenan en todos, también en los religiosos, los pasajes evangélicos que hacen nueva la vida a partir del encuentro con Jesús.
«Señor que vea» sería el clamor que posibilitaría una nueva concepción de la vida, la comunión y la misión. Que vea sin calcular o esperar o sin medir las consecuencias de mi entrega. Que vea más allá de programas y proyectos; convocatorias y reuniones. Que vea más allá de todo eso, pero contando con eso. Que sea posible el milagro de la misericordia porque me dejé interpelar, conmover y responsabilizar, porque mi vida es parte del milagro.
El cambio, el futuro y la renovación son posibles cuando sé que formo parte del milagro, del querer de Dios para hacer nuevas las cosas. La fragmentación que, según se dice, todo lo invade, marca también nuestra aspiración de conversión. Momentos intensos de búsqueda que reducidos a la soledad no encuentran el eco de una comunidad convertida. ¿Qué ocurriría si a los próximos les dijésemos resueltamente que necesitamos el milagro de creer y perdonar?
Probablemente se desencadenaría una riada de novedad que nos sorprendería. Aunque parezca contradictorio, en la vida religiosa seguimos un ritmo más societario que comunitario. Ceñidos a responder en lo que se pide, rara vez se da el salto a lo «escandalosamente misericordioso» triunfando lo políticamente correcto.
Estimo que de la corrección y de la normalidad no brotará el milagro subversivo y regenerador. Si un grupo de mujeres o de hombres con libertad viven la generosidad de romper lo esperado, se despreocupan de su futuro, su seguridad y su prestigio, puede aparecer el milagro de la vida religiosa que se renueva y crece; que vive porque proporciona vida. No nos faltan palabras ni modelos; no está la cuestión en no saber dónde esta el horizonte al que conduce el seguimiento.
Lo que ocurre es que la tensión por vivirlo y gozarlo está adormecida, cansada o reducida a la pura individualidad. Hemos aprendido a conjugar teología con sociología, haciendo que ésta nos responda a la inquietud de aquella. Hemos aprendido a manejar un lenguaje de iniciados que nos posibilite interactuar con una sociedad en la que queremos participar.
Lo que ya no es tan evidente es que nos dejemos interpelar por ella y, mucho menos, que ofrezcamos a sus necesidades respuestas que nazcan de la fe. Tenemos ojos para mirar el mundo; corazón para amarlo y manos para cooperar a su edificación.
No basta conformarse con lo que todos ven, nuestra posibilidad es la de una fe que se hace vida y que repara donde otros no llegan: el misterio de amor de la fraternidad sin medida; compartir con el débil porque es hermano y, creer, –siempre creer– que lo que ha dicho Dios se cumplirá.
Claro que para eso solo nos falta un milagro, pequeño, débil y encarnado. El milagro de creer. Frente a muchos análisis de lo que nos pasa, ¿no será que nos falta el milagro de la fe?