La sorprendente noticia que recorre la cristiandad y el mundo es esta: Cristo vive. Dios lo ha resucitado (Lc 24,34; Act 10,40; Rm 4,24,25; 8,11; 10,8 1Cor 6,14; 15,4; Cal 1,1; el crucificado es el resucitado; la muerte ha sido vencida. El rechazado y crucificado como esclavo es ahora el exaltado (Jn 12,32; Act 5,31). Y se da a ver y reconocer (1Cor 15, 5). Cristo vive en plenitud de vida. Esta es la estremecedora noticia que penetra en la carne de los primeros discípulos y, a través de ellos, en la carne de los siglos. Este es el acontecimiento soñado, acariciado, deseado, rechazado, sufrido en el corazón de la humanidad expreso en el Primer Testamento. Dios lo resucitó de entre los muertos; lo rescató del silencio enmudecedor de la muerte escandalosa de los esclavos; lo libró de la corrupción; lo transformó: Le dio la vida plena, definitiva y total del Hijo encarnado. Lo constituyó en Kyrios sobre la vida y la muerte.
La esperanza de Jesús de Nazaret
Un buen día Jesús de Nazaret dejó su pueblo, su gente y su oficio. Y salió a los caminos. Comenzó a peregrinar de pueblo en pueblo por Galilea y Judea. Tenía un sueño que comunicar. Su sueño conectaba profundamente con la entraña histórica de su pueblo. Se inspiraba en las grandes promesas de la tradición. Retomaba las aspiraciones latentes y patentes de la mejor humanidad: paz, justicia, fraternidad, felicidad. Y Dios como garante de su llegada.
Jesús dio nombre a su esperanza. La llamó reino y reinado de Dios. Esa era la causa que movía su existencia terrena. Esa la gran pasión de su vida: que Dios se revele y haga surgir la humanidad del hombre; que Dios venga a nosotros y haga surgir el hombre nuevo, la nueva fraternidad, la familia de los hijos de Dios. Jesús soñó con ver esta tierra convertida en casa de todos. Soñó con el final de la opresión y la gran llegada de la liberación.
La realidad de un mundo alternativo formaba parte de este sueño. Veía y esperaba Jesús un mundo al revés. Decía: «dichosos los pobres» en lugar de considerar dichosos a los que tienen mucho dinero; «amad a vuestros enemigos» en lugar de decir: arruinad a la concurrencia; «bendecid a los que os maldigan»; «dichosos si os persiguen»; «al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica» (Lc 6,29).
No era ese reino una conquista de puños cerrados; no se imponía por la fuerza de las armas, ni por los argumentos del poder. Era más bien una Buena Noticia. Lo esperaba como un gran acontecimiento, cuyos comienzos ya empezaban a alborear. Era un gran regalo. Solo hacía falta recibirlo, acogerlo con gratitud. Había que estar bien despierto para reconocer su llegada. Era preciso dejarse sorprender y creer en tanta novedad. Jesús pedía la disponibilidad para poner la vida en juego en aras de esta esperanza inaudita y cercana.
Jesús invitaba a vivir con los ojos bien abiertos para ver. Y con las manos tendidas para recibir. Y con la capacidad de sorpresa de un niño para recibir el gran regalo. Había que renunciar a toda pretensión de prestigio, de poder, de riqueza y de seguridad, para poder recibir el regalo del reino de Dios (Mc 10,15).
Era un sueño peligroso el suyo. Y parecía débil. Los poderosos se propusieron liquidarlo. Daba demasiada esperanza a los pobres. Y demasiada libertad a los que se sentían oprimidos. La aristocracia político-religiosa de Jerusalén se convenció de que con mandar al autor a la cruz todo se desvanecería. Se acabaría la esperanza mesiánica.
Y lo clavaron en la cruz, al profeta. Pero no pudieron clavar su esperanza. Y lo silenciaron con el silencio de la muerte. Pero no pudieron silenciar su amor. La cruz de la esperanza se convierte ahora en esperanza de la cruz.
La resurrección del crucificado
La resurrección de Jesús crucificado de entre los muertos por obra de Dios es el acontecimiento decisivo de nuestra historia. Divide el tiempo en un antes y un después. Según nuestra fe, Jesús, el Mesías crucificado y resucitado, constituye la esperanza de la humanidad. Es, al mismo tiempo, fundamento de la fe, razón de ser de la esperanza y fuente inagotable del amor que transforma la historia. La Iglesia se reúne y se constituye desde la experiencia de la presencia del Resucitado. La experiencia de la resurrección convierte a los decepcionados discípulos en testigos. Desde el encuentro del Resucitado surge la comunidad de los creyentes. La Iglesia repite una y otra vez: “Este es el día en que actuó el Señor” (Sal 117).
Es esa buena noticia de la Resurrección del Crucificado por obra de Dios la que impulsa a la Iglesia a la evangelización. Esa gran noticia tiene que ser proclamada. No se puede guardar. Se trata de la noticia más sorprendente y decisiva de todos los tiempos. El crucificado está vivo; el abandonado es el Hijo amado; el condenado es ahora el juez; el rechazado y desautorizado públicamente en nombre del Dios de la ley es ahora el profeta, el justo y el siervo de Dios por excelencia. El silencio de Dios en la cruz no era abandono; era la forma más radical de su amor.
Protesta de Dios
La resurrección del crucificado es la solemne protesta de Dios contra la muerte; contra esta muerte y todas las causas que la han hecho inevitable, contra esta muerte y contra los sistemas que hacen necesaria la muerte de los inocentes, de los pobres, los profetas. La resurrección de Jesús crucificado es el comienzo de la resurrección de los muertos. En Él ha empezado ya el triunfo de la vida sobre la muerte. Su resurrección es garantía y promesa de que la justicia terminará triunfando sobre la injusticia. Es la incoacción de la fuerza de la verdad frente a la mentira. La fuerza del futuro se anticipa y refleja ya en su rostro resucitado. La muerte ha perdido su aguijón. Tiene los días contados. Será definitivamente absorbida en la vida
Alternativa de Dios
La resurrección del crucificado es la alternativa de Dios a este mundo de muerte, de apatía, de resignación, de desesperanza. La resurrección de Jesús expresa el apasionamiento de Dios por la vida, por la vida que supera la apatía producida por la miseria, que contrarresta el cinismo y sin sentido producido por el bienestar y el derroche.
La rebeldía de Dios
La glorificación de Jesús es el comienzo de un mundo nuevo que Dios quiere; es rebelión de Dios contra la muerte económica de los que mueren de hambre o se ahogan en el mar mediterráneo; contra la muerte política de los oprimidos y desterrados; contra muerte social de los minusválidos y marginados; contra el silencio depresivo debido a la pérdida de ganas de vivir. Pascua es antídoto de Dios frente al fatalismo. El glorificado Jesús es la crítica radical tanto de Sísifo como de Prometeo.
La fiesta de la libertad
La resurrección del crucificado es la gran fiesta de la libertad, no simplemente de la libertad de elección, sino de la libertad de autodeterminación. Pascua es liberación de la muerte física y de la muerte personal, que es fuente de angustia ante la nada. Es liberación total, radical, escatológica. Pascua es el nacimiento definitivo del mundo. Es renacimiento, revivificación de la desesperanza a la esperanza, de la cobardía al coraje y la audacia. Significa renacer a la pasión por vivir y a la protesta contra la muerte, cuyo temor nos tiene esclavizados a los bienes de la vida presente (Heb 2,14-15).
Fiesta de la esperanza
La resurrección del crucificado nos sitúa en contradicción con el mundo que conduce a la desesperación. El Cristo resucitado representa y lleva en sí la nueva humanidad. Es el sí de Dios al hombre nuevo, el nuevo Adán. En Él se esclarece el sentido de toda la Escritura (Jn 20,9)
La resurrección de Cristo inaugura un nuevo día del mundo. La noche todavía no ha pasado del todo; todavía existe el dolor, la muerte, el mal, Pero el día ya se acerca. Vivimos al alba, a la luz del nuevo y definitivo y largo amanecer.
El vigor de la esperanza
El dinamismo del Resucitado se despliega en el mundo a través de los creyentes. Es cierto que el Espíritu vivificante no se encuentra limitado a la comunidad de los cristianos, pero en ella habita, tiene su casa y su templo. El que recibe la vida de Dios no puede acostumbrarse a un mundo de muerte. El que experimenta la justificación por la gracia de Dios se convierte en luchador por la justicia. El que recibe el gran regalo de la reconciliación y pacificación de Dios a través del Crucificado queda tocado por el hambre y la sed de la reconciliación y de la paz en la tierra. Recibe la misión de la reconciliación en medio de los conflictos de nuestra sociedad.
Al que cree en el Dios de la vida le duele la muerte y sueña con la nueva creación donde ya no habrá ni llanto, ni dolor, ni muerte (Ap 21,4). El que barrunta la belleza del futuro, comienza a descubrir la transparencia del presente y del pasado y se pone en camino hacia la tierra nueva y los cielos nuevos. Creer en el Resucitado significa esperar el futuro de la vida y de la tierra. Amar al Mesías resucitado implica anticipar la vida definitiva ya en el camino hacia la muerte, discerniendo entre lo último de lo penúltimo, lo pasajero y lo decisivo. Vivir desde el encuentro personal con el Resucitado incluye la contemplación de la historia desde el horizonte final y finalizador e introduce más profundamente en las luchas y en los conflictos de nuestra sociedad para anticipar en ella el reino de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad de todos los hijos de Dios.