Repensar la reestructuración. Estructuras provinciales y comunitarias

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Aquilino Bocos pertenece al consejo de dirección de la revista VIDA RELIGIOSA. Une a su excelente formación, una experiencia grande en el gobierno, así como la capacidad, poco frecuente, de encontrar ideas guía y cauces de dinamización… Es de los expertos en vida consagrada que están orientando el "hacia donde"… Un hombre con "visión". Ofrecemos esta reflexión sobre la Reorganización (el gran titular de la vida consagrada para este siglo). Un material imprescindible para el crecimiento personal y comunitario… una herramienta que nos facilita encontrar dónde tenemos que situar los mejores esfuerzos y las iniciativas más arriesgadas: en la persona.

Repensar hoy la reestructuración con la mirada puesta en la misión
Repensar hoy la reestructuración a nivel comunitario y provincial nos lleva a reavivar la conciencia de misión en la que estamos implantados, a revitalizar el testimonio de que Jesús sigue estando vivo entre los hombres de este tiempo y a reencender la caridad apostólica para anunciar el Reino de amor y de verdad. Lo cual exige verificar la adecuación entre las estructuras que tenemos y la misión que se nos ha confiado y hemos asumido. Lejos de una estrategia empresarial, es poner el pico al aire del Espíritu, como el pájaro solitario de San Juan de la Cruz, y descubrir los caminos que nos indica seguir. Es hacer una apuesta por la libertad y la disponibilidad para cambiar los métodos y los medios que nos permitan agilizar la misión. Es lograr las transformaciones necesarias para responder a las exigencias de nuestras iglesias y de nuestro mundo. Lo cual supone una verdadera conversión espiritual a lo que es central en nuestra existencia consagrada. Sólo si giramos en torno a un centro podremos reorganizarnos y reestructurarnos con garantía. Dios nos hace experimentar la gracia de ser elegidos para seguir la misión de Jesús y nos pone ante las necesidades que padecen nuestros hermanos los hombres. Pensemos, en este momento, lo que significa el paro, la injusticia, la inmigración, la drogadicción, la violencia, la cultura de la mentira, etc.
De ordinario, cuando hablamos de estructuras, nos referimos a los elementos jurídicos, pero también a las normas por las que nos regimos, las formas de estar organizados, los edificios que ocupamos, las actividades apostólicas que desarrollamos, el estilo de gobierno por el que nos conducimos, el modo de gestionar y de administrar los bienes, los centros y los planes de formación, el entramado de la vida comunitaria, los diversos modos de interrelacionarnos en la Iglesia, en la sociedad y en las culturas. No basta renovar las personas, sino también las instituciones. Personas y estructuras están al servicio de una causa superior: el Reino de Dios. La renovación y adaptación de las estructuras debe hacerse siempre en fidelidad creativa y dinámica al carisma y en respuesta a los signos de los tiempos y de los lugares.


Interrelación: provincia y comunidades

La provincia es una comunidad de comunidades. Es una entidad jurídica o administrativa que goza de la necesaria autonomía y tiene la obligación de buscar el crecimiento y la consolidación de sus proyectos y servicios a las iglesias locales en las cuales se halla implantada. Con el correr de los años, la provincia adquiere unos hábitos de relación, de lenguaje, de costumbres, de tradiciones. Se van estrechando los lazos afectivos como los de una familia en la que se nace, crece, vive y muere. Todo esto dota a la comunidad provincial de personalidad cultural en el interior del Instituto. Ahora bien, una provincia, aunque tenga personalidad propia y especial impronta "cultural", no puede vivir su autonomía de forma absoluta, como si el bien del instituto no le afectase o no tuviese que corresponsabilizarse en su crecimiento y en el desarrollo de su misión universal. La vida y misión de una provincia se rige por los principios de participación, comunión, corresponsabilidad y subsidiariedad.
La comunidad local, como nos recordaban en la 39 Semana Nacional de Vida Religiosa, dedicada a “La casa de todos. Comunidad: misión y morada”, es, ante todo, un locus theologicus. Las personas han sido convocadas no para satisfacer necesidades biológicas, ni psicológicas, sino para responder a un plan divino sobre la vida de cada persona y de la comunidad, a quienes les une una misión. La comunidad local está organizativamente vinculada, sostenida y encauzada por el proyecto de vida y misión de la Provincia a la que pertenece.
Los movimientos antiglobalización han contribuido a fomentar el particularismo, lo propio, lo local y se han magnificado las autonomías. Lo local se resiste a ser absorbido y a desaparecer. De ahí que se hayan enrarecido las relaciones y se hayan relativizado los vínculos. Por otro lado, en las autonomías surge el deseo de participación; reivindican su identidad y piden que se les tenga en cuenta. Quiere decir que lo local se mantiene abierto a lo universal y que lo universal se ve obligado a valorar y a contar con lo local. Son muchos los organismos que aglutinan particularidades. Esta es la causa de que se multipliquen las federaciones.

En las comunidades locales están la vida y la misión

 
La comunidad local, referente destacado en nuestra vida religiosa


La comunidad es un don, es lugar donde se llega a ser hermanos y es lugar y sujeto de misión (cf. VF). Entre todos hemos fabricado un “sueño de comunidad encantada y encantadora”. La cuestión es si nos despertaremos con gozo o decepcionados. La comunidad no está hecha, sino que se hace a partir de la convocación que procede del Espíritu, es decir, del amor trinitario. Desde este amor nos corresponde hacer real la comunidad morada, escuela y misión.
Es un hecho que hoy se hacen confluir hacia la vida fraterna en comunidad los elementos esenciales de la vida consagrada y se ve cómo en ella se entrelazan todos sus aspectos positivos y negativos. En ella converge la centralidad de la persona de Jesús, la vivencia de los consejos evangélicos de castidad, obediencia y pobreza y la misión a la que ha sido llamada. En la vida comunitaria se revelan el grado de entusiasmo, de esperanza, de gozo, de compromiso apostólico; la calidad de la vida espiritual, la creatividad, el interés por las personas del medio ambiente y de la Iglesia particular, la solidaridad con los más pobres, los que sufren y los excluidos… Igualmente se pueden apreciar el malestar, el desencanto, la apatía, la desmotivación, el individualismo, la marginación de todo lo eclesial y congregacional, el desinterés por todo aquello que debiera interpelarnos por carencias de dignidad, de libertad, de justicia, de verdad. etc.
Esta incidencia de todos los elementos esenciales de la vida consagrada en la vida comunitaria hace pensar en la necesidad de fijar en ella la atención. Cuidando la vida fraterna, se cuida de las personas y se sopesan las estructuras. La comunidad local es el medio en el que crecemos, maduramos y alcanzamos la plenitud según el carisma y misión del propio Instituto.


Oportunidades que hemos de aprovechar


Los movimientos eclesiales han convertido la vida comunitaria en su centro y bandera. Los religiosos, tras un periodo de fervor, la hemos formalizado demasiado. Si la queremos revitalizar, deberíamos aprovechar:
El entusiasmo carismático.
El carisma del Fundador nos remite al Evangelio, a la Palabra de Dios. Vivido y compartido por los miembros del Instituto y los laicos da vitalidad, consistencia, empuje, creatividad a las comunidades y a sus obras apostólicas. Adentrarse en esa corriente de vida es lo que permite tener viva la memoria del por qué estamos juntos, oramos juntos, celebramos, proyectamos y nos comprometemos por el Reino. En pocos momentos de la historia de la vida religiosa ha habido una conciencia y estima tan grande de los carismas fundacionales como en el momento actual. El carisma es un don para la Iglesia, que ha de ser compartido en la transformación del mundo.
Radicalismo evangélico y profecía.
Como discípulos y seguidores de Jesús hemos de vivir el radicalismo evangélico y reavivar la profecía. Vivir en espíritu y en verdad, pues “el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía” (Ap 19, 10). Tenemos necesidad de místicos y de profetas. Es preciso recuperar energías desde el constante y profundo contacto con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y abrir bien los ojos a lo que nos rodea de dolor, pobreza, indignidad. Son la base para reafirmar la identidad personal, reactivar la pertenencia, enriquecer los compromisos de misión.
La cultura de la relación y el encuentro personal.
La apertura, el diálogo, la solidaridad, el compromiso son valores que están en alza. A la base está la cultura de la relación, de la referencia al otro, de la comunión, del intercambio y de la complementariedad. Esta cultura de la relación nos hace salir de nuestro pequeño mundo interior y nos lleva a reconocer los valores de hombres y mujeres; y a saber compartir y a organizarnos de otra manera. En este tiempo de multiculturalidad se requiere cambiar el esquema de pensamiento racional, lineal, causativo, por otro que sea inclusivo e integrativo.
Dentro de esta cultura de la relación se destaca hoy el valor del encuentro personal en tanto que presencia de comunión creativa. La categoría “encuentro” está siendo un referente constante para definir al ser humano como realidad abierta y sintáctica; intersubjetiva y dialógica. Encontrarse es algo más que hallarse en vecindad, yuxtaponerse, chocar, dominarse y manejarse. Encontrarse implica entreverar el propio ámbito de vida con el de otra realidad que reacciona activamente ante mi presencia. Encontrarse es hallarse presente, en el sentido creativo de intercambiar posibilidades de un orden y otro. El verdadero ideal del ser humano es crear formas valiosas de unidad, haciendo el bien en común (cf. A. López Quintás).
La eclesiología y espiritualidad de comunión.
La Iglesia se ha de convertir en casa y escuela de comunión. El ejemplo y la dinámica de la vida comunitaria pueden empujar el crecimiento de la comunión en la Iglesia. Y sus dinámicas de información, diálogo, participación y corresponsabilidad constituyen un ejemplo a seguir. El Espíritu está liberando a su Iglesia de los egocentrismos, de los localismos y de los individualismos y abre a todos sus miembros a la sinodalidad y a la catolicidad.
En esta onda se entiende mejor la “misión compartida” y la “intercongregacionalidad”, de las que hemos estado ocupados en estos últimos años. La comunión de carismas y ministerios propician la misión compartida y la mutua ayuda y colaboración entre los Institutos. Sabemos que nuestro carisma es un don para la Iglesia y para el mundo. Por un lado nos lleva a estar abiertos a todas las vocaciones eclesiales: ministros ordenados, otros religiosos y consagrados, y laicos. La diferencia vocacional nos introduce en una dinámica de intercambio de dones, de correlación, de complementariedad y de compromiso en la evangelización, aportando cada uno según lo que ha recibido como propio.
Los círculos de referencia, gracias al Espíritu, se nos van ensanchando: la comunidad es local, provincial, congregacional, eclesial, mundial. Todos estamos recibiendo llamadas a favor de la apertura, creatividad, ingeniosidad y disponibilidad para llevar adelante proyectos comunes con los laicos, con los ministros ordenados y con otros Institutos. Es la fuerza que lleva a la reorganización o reestructuración.


Desafíos más notorios que experimenta la vida fraterna en comunidad


Los desafíos no son simples datos sociológicos o intramundanos. El término desafío tiene un carácter teológico. Es una señal de Dios que pide nuestra fidelidad. En esta perspectiva hay que descubrir y acoger la presencia del Espíritu que, a la vez que nos muestra sus dones, nos incita a proseguir creciendo. Son muchos los signos de la presencia del Espíritu en las comunidades reconocidos y agradecidos por los religiosos y religiosas. Pero también hay otros aspectos que son ambivalentes y que nos cuestionan. A veces no son tan positivos y es preciso afrontarlos.
En estos años de comienzo de milenio ha cobrado especial relieve el proceso de globalización con fuerte incidencia en la vida comunitaria.
Las relaciones se han multiplicado vertiginosamente. No hay fronteras de espacios ni de tiempos. El acceso a la información es inmediato, bien sea por TV, por internet o por telefonía móvil. ¡Cuántas facilidades para enviar mensajes instantáneos, para conversar, para estar viéndose a la vez que se habla. Son tantas las ofertas de posibilidades para salir de nuestro sosiego, de nuestro trabajo y dejar de lado la convivencia fraterna. Sufrimos una auténtica invasión que produce saturación, empacho, descentramiento. Crece la aversión a las mediaciones. No es, pues, de extrañar que el documento de la CIVCSVA, dedicado a la autoridad y obediencia, ponga tan de relieve la necesidad de asumir las mediaciones (cf. nn. 9, 20 y 27).
Desplazamiento del acento desde el ser al tener y del tener al aparecer.
Lo describe así el P. Libanio: “Hoy la primacía la lleva el aparecer. La apariencia dirige la vida de las personas. No importa ni ser ni tener, sino aparecer, lucirse, aunque detrás quede un vacío existencial y una posesión ilusoria de los bienes. A 1a generación joven le importa muchísimo la belleza en su doble vertiente positiva de manifestación última de 1a belleza de Dios y en su forma de seducción. Surgen nuevas formas de VC que acentúan la apariencia distintiva en busca de reconocimiento social, seguridad personal y autovaloración. Sirve para decir a los demás: ¡sepan quién soy yo! Y a sí mismos, ¡Sé quién soy yo!, y para todos: ¡valórenme!
Se atribuye mucha importancia a los símbolos religiosos, sobre todo de poder, a los hábitos en el doble sentido de vestido y de prácticas exteriores repetidas. Los miembros de los grupos religiosos crean códigos propios de lenguaje y de com-portamiento que los distingue del resto de la gente y los identifica. Usan expresiones o ritos que sólo ellos pueden entender. En algunos casos van más lejos. Asimilan maneras de sonreír, tonalidades al hablar, movimientos al caminar y relacionarse con los demás, que les imprimen una marca que se reconoce desde lejos de forma que se identifica visiblemente a las personas y comunidades de esa congregación” .
La postmodernidad ha puesto de moda la subjetividad y la convivencia líquida.
Resalto este aspecto que viene como consecuencia de lo dicho anteriormente. Los Santos Padres llamaban al egocentrismo la “madre de todos los pecados”. Poner en el centro al “yo” y ponerlo hinchado por el culto al cuerpo, las emociones y los sentimientos, corre el riesgo de disgregar las comunidades o basarlas en las afinidades, en los afectos y en las emociones (cf. VF 39). Hoy llegan a la vida religiosa candidatos sinceros y convencidos. Pero también ingresan en ella algunos que no protestan y, sin embargo, hacen lo que les conviene o dicen actuar en conciencia. En estos casos, las motivaciones son poco fiables. Por el estilo de vida iniciado en la infancia, no necesitan al otro como complemento en la vida, en la convivencia real. Les basta la relación virtual. Por eso es preciso discernir más atentamente sus deseos de seguir a Jesús y de dedicarse a sus predilectos: los pobres, los pecadores y los marginados.


Hay otros desafíos que se le presentan a la vida comunitaria desde dentro:


Las presencias, los servicios, los estilos de vida.
La comunidad religiosa, según su naturaleza, debería estar cargada de vigor y dinamismo evangélico para la transformación del mundo del dolor, de la pobreza, de la ignorancia… Pero, cuando el grupo comunitario no hace visible el don recibido y esteriliza su servicio, la comunidad queda puesta en entredicho. ¿Qué conciencia tenemos de lo que somos y qué aprecio hacemos de nuestra fraternidad como don para los demás? ¿Dónde estamos y para qué estamos en el contexto eclesial y social? Hoy repasamos nuestra historia y nos llenamos de nostalgia. Una comunidad cerrada sobre sí misma, por muy tranquila que parezca, se hace infecunda, se torna irrelevante, no suscita interés para el seguimiento. No aporta vida a las otras comunidades de la Provincia. Habremos de chequear, no sólo las relaciones fraternas y los grandes servicios que prestamos en nuestros centros, sino la espiritualidad y la esperanza que transmitimos. ¿Qué calidad de vida comunitaria puede haber con solo criterios organizativos, de eficacia, de prestigio y de bienestar? Se escuchará, o se dejará entrever: ¡Que no nos toquen!
La credibilidad de nuestra vida comunitaria.
Si se duda de la credibilidad de nuestra vida comunitaria, debemos someternos a revisión en profundidad. ¿Qué calidad de vida evangélica estamos propiciando? Hemos de examinar la coherencia entre los valores que anunciamos y los que realmente vivimos. Pero esta falta de credibilidad puede estar apoyada en que no se acaba de ver con claridad qué es lo que de verdad nos apasiona, quién nos aglutina, cómo articulamos nuestra vida desde el seguimiento de Jesús, el puesto que puede tener la Palabra de Dios, la Reconciliación y la Eucaristía. Todo esto se llega a notar.
La disminución y el envejecimiento.
Dos cuestionamientos que son interpretados de muy diversa forma y que suscitan comentarios para todos los gustos. Son dos fuertes desafíos, pero también son oportunidades que hay que aprovechar para abrirse, acoger y colaborar con otras vocaciones en la Iglesia y para saber mantenerse en un estado de vigilancia continua, de búsqueda constante. Son desafíos que ponen a prueba la capacidad de renovación y adaptación. Resituarse y saber crear un ámbito de convivencia humana, religiosa y de servicio con los laicos es todo un reto para las comunidades. Quedan puestas a prueba la experiencia y la sabiduría de los mayores y la resistencia de los no tan mayores. Todos hemos de hacernos preguntas últimas y extender la mirada más allá de los inmediatos contextos.
Seremos menos en estas latitudes europeas, pero pocos nunca quiso decir algo despreciable. La Biblia considera una gracia el “resto” porque está constituido por un grupo de “pobres”, de “fieles”, que ponen en Dios su fortaleza, que confían en los momentos difíciles en el poder del Señor. Es un grupo que, vuelto al Señor, decide cumplir su voluntad. No son meros retoques institucionales lo que se nos está pidiendo. Es adoptar una actitud básica de conversión a lo esencial y saber dejar lo que nos ata. Una actitud que nos lleve a vivir de los valores sustantivos de la vida consagrada y, por lo mismo, desde la fraternidad.
Las generaciones que coexisten en nuestras comunidades.
No es un tema de reflexión sobre la cronología y los derechos y deberes de las edades de la vida, como escribieron hace años, sino de analizar los cambios, las rupturas, la trayectoria, la formación, los desafíos y las respuestas que han dado o que están dando desde los condicionamientos propios de la sociedad, la cultura, la política, la Iglesia, la vida religiosa en el correr de estos 40 últimos años.
Hoy se constata más la contraposición que la continuidad entre generaciones. Los profundos cambios experimentados han afectado a formas de enfrentarse a la vida de manera muy distinta. Sobre todo, se han echado de encima los condicionamientos sociales, culturales y religiosos; y, habiendo adquirido especial protagonismo el individuo, ha emprendido el camino del ensayo, de la apertura sin cortapisas. Cada generación tiene sus miedos, sus angustias, sus fracasos y sus expectativas y esperanzas.
Si queremos que haya reconocimiento mutuo, diálogo y aceptación, hay que fundar las relaciones en suelo carismático que hace posible el enraizamiento, la nutrición, el florecimiento y la maduración. Hace unos años se clamaba por las comunidades homogéneas. En pocos años se ha cambiado el parecer a favor de las comunidades plurales como signos de unidad en la diversidad, como instancias proféticas para este mundo dividido.
La multiculturalidad.
Las proporciones del desafío de la multiculturalidad en nuestras comunidades están aún por descubrirse. El nuevo rostro de la vida religiosa implica un nuevo modo de ver, de relacionarse, de organizarse, de expresarse y de trabajar apostólicamente. La pluralidad de culturas es una riqueza impresionante para la vida comunitaria a todos los niveles. Pero necesita un proceso de interculturalidad en el que el reconocimiento, la aceptación, el intercambio, la complementariedad se haga una realidad armoniosa. Hay quienes hablan de la interculturalidad como del imperativo de nuestro tiempo, un imperativo que el cristiano debe asumir si es que quiere estar a la altura de las exigencias contextuales y universales que se le plantean en la convivencia.
Las diferencias de procedencia y de cultura suscitan, no pocas veces, prejuicios, sospechas, reticencias, desentendimientos, etc. Hacen patente la diversidad de gustos ante las comidas, los vestidos, las músicas, las celebraciones, la ornamentación etc. Aparecen problemas de convivencia, de adaptación, de inconformidad con la formación, con el modo de vivir la castidad, la pobreza, la obediencia, la comunidad, la relación con la familia. Sin embargo, no se arreglan simplemente con gestos de cortesía ni dando normas y orientaciones sobre ellos. La multiculturalidad cuestiona a los Institutos en algo más nuclear de lo que los problemas aludidos son sólo expresiones. Cuestiona la comprensión y vivencia de su identidad carismática, que es la fuerza aglutinante de todos los otros aspectos enumerados y la forma de entender la pertenencia. La comunidad religiosa pluricultural está emplazada a ofrecer el signo inequívoco del amor fraterno por encima de razas, pueblos, lenguas, ritos, etc.

Seguir recreando reorganizando las estructuras provinciales y comunitarias


Hemos vivido con intensidad la elaboración de proyectos y programas. Un logro conseguido en la vida de nuestras comunidades locales y provinciales. Necesitábamos tomar en consideración lo que significa proceder según objetivos y prioridades. Luego, nos hemos percatado de la necesidad de resituarse en lo que nos es vital. Por eso, si queremos dar futuro a nuestras comunidades es preciso escuchar y actuar.

El gozne de la reorganización


Los fundadores siempre han buscado lo esencial de las cosas y del corazón humano. Han comprendido el alcance de la primacía del Amor de Dios. El clamor por lo esencial en la Iglesia y en la vida religiosa viene exigido por el seguimiento de Jesús, el Hijo del Padre, el Señor de la historia y el redentor de todos los hombres. Hemos de volver a Galilea donde todo comenzó. Hemos de retornar a Cesarea de Filipo donde Pedro confesó que Jesús era el Cristo, el Señor. Y hemos de volver al pie de la cruz para reconocer que “verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”.
Cuando en la experiencia vocacional, que es don del Espíritu, se tiene armonizado el encuentro con Cristo, la comunión con la Iglesia y el servicio a los hombres, se experimenta el gozo del caminar en la renovación. Pero, cuando ponemos entre paréntesis la gratuidad divina, olvidamos la contemplación del rostro de Cristo, nos enredamos en asuntos secundarios, nos movemos en la oscuridad, se apodera de nosotros el miedo, el desaliento y experimentamos la desvitalización.


Cuidar de las personas

No son problemas ascéticos, ni éticos los que enrarecen las buenas relaciones en las comunidades religiosas y las Provincias, sino antropológicos y existenciales. Las grandes crisis de la vida consagrada se sitúan siempre a nivel antropológico existencial.
A pesar de que, a partir del Concilio, el aprecio por la dignidad de la persona fue creciendo y ha tenido influencia positiva en la vida comunitaria, nos queda mucho por adquirir para tener una correcta comprensión de la persona, sujeto libre y responsable de sus actos ante Dios, ante sí misma y con relación a los demás. Por eso propongo que, para seguir revitalizando y reestructurando nuestras comunidades, trabajar, al menos, con estos objetivos:
1) Superar el empobrecimiento de la reciprocidad. Existen síntomas de distinta índole que delatan el empobrecimiento de la reciprocidad. No acabamos de tratarnos los unos a los otros como personas. Ahí están la falta de reconocimiento y de aceptación de los demás. Nos tratamos como extraños, como socios, como objetos útiles, pero no como personas que tienen un mismo ideal y un mismo proyecto de vida.
Cuando sólo existe el yo y nadie más, los otros son “hombres”, “mujeres”, pero no personas. Hemos podido entrever que en la vida comunitaria aumentan la soledad egoísta, el aislamiento, el retraimiento, el vacío en las relaciones. Sube el número de los que buscan vivir en paz en su mundo artificial. Cuando entran en contacto con los demás parecen extraños, ninguna referencia comunitaria les dice nada. No es la soledad de la desesperación ni la que brota de la trasgresión. Tampoco es el caso del que rehuye los conflictos, sino del progresivo afianzamiento en el fantasioso mundo interior que acaban en melancolías extrañas y que se manifiestan en conductas regresivas. Necesitamos más personas dotadas de tensión moral y espiritual capaces de encarnar un proyecto de vida evangélica y evangelizadora que entusiasme a las nuevas generaciones.
Uno de los entorpecimientos de la reorganización es la carencia de información y de visión. Si no se sabe hacia dónde se va, si no se diseña un futuro, tampoco hay posibilidad de compenetrar ideales y esfuerzos; se paraliza la participación y la corresponsabilidad.
2) Cultivar las creencias, base de la relación interpersonal. Cuando hablamos de vida comunitaria, como cuando hablamos de reestructuración o cualquier otro asunto referente a la vida religiosa, no es suficiente comprender lo que es la vida comunitaria; es preciso creer en las personas que integran la comunidad. La comprensión racional de la vida comunitaria lleva a formulaciones estratégicas, pero no a la renovación inherente que implica siempre un adentrase en el Misterio, en la dinámica de la gratuidad del Espíritu en su Iglesia. Sin creencias no hay convicciones y sin convicciones, sólo se pueden hacer apaños, pero no la renovación en profundidad que conlleva en su dinámica la vida comunitaria.
Sí, nuestra vida está basada en creencias y afrontamos el futuro según las convicciones que tengamos. Hoy no bastan las ideas, no bastan los planes, es preciso llegar a las convicciones porque de ellas depende el valor de la palabra y el valor del encuentro con Dios, con los hermanos, con los enfermos, con los jóvenes, con los excluidos. Las creencias nos lanzan al más allá de nuestro pequeño mundo interior, hacia aquello en lo que todos coincidimos y en lo que todos nos sentimos entrelazados por un amor que nos invade y, al confesarlo, proclamamos la fraternidad universal. La fe es una fuerza dinámica que rompe la cadena de la rutina y da un delicado y nuevo giro a los viejos lugares comunes. Vigoriza la voluntad, enriquece los afectos y despierta el sentido de la creatividad.
Las creencias nos sitúan en el misterio de la fe. Porque creemos aceptamos la creación y la encarnación y la entrega de Jesús en la cruz y en la Eucaristía. Las creencias nos abren horizontes de futuro, nos lanzan al más allá y a lo más profundo, donde todos coincidimos y donde todos nos sentimos entrelazados por un amor que nos invade y, al confesarlo, proclamamos la fraternidad universal. Porque creemos que hemos sido llamados a compartir un mismo carisma y un mismo proyecto de vida, nos acogemos, nos aceptamos, convivimos, compartimos los dones, nos perdonamos, nos estimulamos y nos comprometemos a vivir la fraternidad religiosa, independientemente de lugar y del servicio que estemos haciendo. Sólo desde este supuesto somos capaces de cambiar de destino, de dejar casas, de desprendernos de lo que nos es querido.
3) Revitalizar y articular las pertenencias. Fácilmente podemos percibir que la pertenencia a la comunidad religiosa, en sus diversos niveles (local, provincial y congregacional) se halla minada por el relativismo, la fragmentariedad, la dispersión y el inmediatismo. La pertenencia comunitaria se vive a una con otras muchas pertenencias a grupos muy dispares. La tarea de revitalizar y articular las pertenencias es otro de los aspectos que se ve necesario cuidar para que tengan futuro las comunidades y puedan reestructurarse con esperanza.
El pensamiento postmoderno subraya las “pertenencias débiles” (Z. Bauman). Los miembros de las comunidades sufrimos tensiones entre la particularidad y la universalidad, entre lo local y lo mundial, y esto tanto a nivel social como eclesial y congregacional. Nos sentimos urgidos a armonizar las pertenencias a nuestros orígenes culturales y a la cultura donde desarrollamos el ministerio, sin olvidar la atención que reclaman las relaciones con la familia, con otras congregaciones, con las personas del grupo de trabajo o de otras afinidades, etc. La identidad de cada uno es multidimensional y no es reductible a uno u otro de los factores indicados.
La vía adecuada para afirmar la propia identidad no es la simplificación ni la encendida defensa del prestigio de las instituciones, ni la recuperación de la vieja tradición del “amor al Instituto”. No podemos soñar la identidad como unidad firme y estable favorecida por el entorno socio-cultural ahistórico. Hoy, para afirmar la identidad en una comunidad religiosa, no es el caso de suprimir pertenencias, sino de articularlas y recrearlas desde aquel núcleo fundamental que permita establecer armonía, sentido y satisfacción interior. La experiencia vocacional es el hontanar donde se recrean las pertenencias, donde se acrisola la adhesión, es la experiencia del Espíritu que nos une al Padre y al Hijo, que nos hace comprender la intrínseca e inseparable vinculación a quienes han sido agraciados con la misma llamada y la misma misión para dar gloria a sólo Dios.
La laboriosa revitalización de las pertenencias es fruto de la fuerza que el carisma pone en cada uno de los que han sido agregados al cuerpo congregacional, pero también es tarea silenciosa y sacrificada. La escucha de la Palabra de Dios, la celebración comunitaria de la Eucaristía, tal y como la proponen las Constituciones, propician la reconciliación, la comunión y la disponibilidad misionera. La fraternidad inaugurada por Cristo, en la que los religiosos participan, deriva de su cruz y de la entrega de su Espíritu y se fortalece viviendo el Misterio Pascual. Sabiendo que la pertenencia no se realiza por un simple acto jurídico, sino que es adhesión teologal y creativa, se ha de contar con asumir la cruz de cada día, que purifica y aquilata la pertenencia.
Es fácil imaginar cómo puede cambiar la vida de una comunidad y de una Provincia cuando sus miembros viven desde la gratitud de haber recibido hermanos de diversa condición, pero coincidentes en el mismo proyecto de vida. Lo celebran y lo muestran con gestos de aprecio y con signos de solidaridad. La casa se hace hogar: lugar de recogimiento e interioridad, de calidez y de protección, de expansión y de celebración, de reconciliación y de ofrecimiento a las otras comunidades. La casa es punto de encuentro y de salida porque la casa, el hogar donde habitan las diferencias en comunión, es el signo de la presencia del Dios de la vida, que es comunidad en la diferencia. Hundiendo las raíces en el Misterio Trinitario nos reafirmamos como lo que somos y para lo que estamos. ¿No son las comunidades libres, gozosas, esperanzadoras, los ámbitos de donde salen las personas capaces de arriesgadas iniciativas, misiones nuevas y compromisos difíciles?

Armonizar personas y estructuras


Es este un tema sobre el que los Organismos Mayores vuelven una y otra vez, pues no se puede tener a las personas tensionadas, agobiadas y desajustadas. Somos menos, más mayores y llevamos más obras, con mayores exigencias, que cuando éramos más jóvenes y más numerosos. Ajustar las estructuras a las personas es uno de los criterios de renovación conciliar.
Dar prioridad a las personas sobre las obras es también cuidar de las obras, pues éstas sin personas serenas, animadas, entusiastas, no prestan el servicio que deberían prestar. Metidos en el dinamismo funcionalista y mercantilista de nuestra sociedad, asoma la tentación de pensar que los miembros de nuestras comunidades valen por la función que cumplen, por el puesto que ocupan y la obra que hacen funcionar. Hay quienes se hacen valer por la aportación económica que hacen a la comunidad. Pero nuestra vida comunitaria no es sólo cuestión de funcionamiento. Nuestras comunidades están para ser memoria de la gratuidad de la gracia, de la fraternidad, de la espiritualidad y de la dedicación sin reservas a los demás.
No estamos ya en aquellos tiempos de “institucionalización total”, en la que la vida, el trabajo y el ocio se realizaban en un mismo techo y bajo la misma autoridad. Es necesario observar la diversidad de tipos de comunidades locales que tenemos, las múltiples vinculaciones y los cuantiosos servicios. Eso hace pensar en el cuidado que habrá que tener de las personas para que, entrelazando sus vidas en un proyecto de vida, no se deterioren sus relaciones por la dispersión, por la influencia social, por la economía, por las presiones familiares, por el excesivo trabajo o responsabilidad, etc.


Precariedad, lectura en fe e innovación estructural


Hemos pasado de cierto bienestar institucional, con vocaciones abundantes y con estructuras de poder y de prestigio, a la precariedad que experimentamos, sobre todo, de vocaciones. Muchos de nuestros hermanos y hermanas sufren inseguridad e incertidumbre. Esto nos obliga a releer este momento desde la fe, desde la purificación del corazón, como lo hizo el Pueblo de Israel en el exilio, y mirar con esperanza de hallar nuestra razón de ser y nuestra misión. Los desafíos radicales de un mundo que avanza aceleradamente hacia delante están pidiendo un posicionamiento innovador que aporte amor a la vida y esperanza en el Señor de la historia. Está exigiendo nuestra recualificación humana, espiritual y pastoral.
La revisión de posiciones sólo tienen sentido por exigencia de fidelidad en la renovación y no simplemente por cuestión de acomodo en situaciones de precariedad. La correlación entre precariedad e innovación, aplicándola a la vida consagrada, nos hace pensar en la radicalidad de la pobreza y de la simplicidad evangélica. Si queremos que pase por nosotros el espíritu de innovación, necesitamos cultivar la pobreza, el asombro, el anhelo de superación y el coraje para encarar el futuro.
No hay innovación sin interrelación y corresponsabilidad. Pero subyace la motivación. No hay innovación sin sentido, sin proceso, sin contar con los otros y sin un trabajo común que sostenga la mística del proyecto propuesto. Y, cuando analizan lo que está asfixiando la creatividad, señalan como causas: la falta de mirada larga, la carencia de motivación intrínseca, la indiferencia ante los retos, la insatisfacción en lo que lleva entre manos, las presiones externas y el no haber vigilado para contrarrestar y superar las fuerzas negativas. Las raíces carismáticas hacen brotar la novedad en la vida y poner en marcha nuevos dinamismos y estructuras que ayuden a crecer evangélicamente y a entregarse entusiásticamente a la transformación del mundo. Pero para motivar no son suficientes las declaraciones oficiales, ni los razonamientos fríos, ni los bellos programas sobre el papel. La revitalización y la reestructuración no se logran por decreto.

 
Implicarse e implicar a otros

La innovación es cosa de todos. No hay innovación desde el desinterés, desde la pereza y desde los proyectos individualistas. La innovación que sí funciona es la que surge de la inquietud, de la búsqueda, del aporte y del compromiso entusiasta de todos los miembros del grupo. Muchas de nuestras comunidades están sometidas a ciclos de vida muy desequilibrados: pocos jóvenes, un grupo de adultos y muchos mayores. Entre la escala de valores de los mayores y la de los jóvenes hay un abismo. Cada generación es un reto para la otra y a todas les atraviesa el impulso carismático que pone correctivos a los que quieren adueñarse de él. Mientras los jóvenes ayudan a frecuentar el futuro, los adultos y mayores aportan experiencia. Todos, así, pueden contribuir a la innovación.
Una mirada amplia del mundo que habitamos y de la Iglesia de la que somos miembros nos lleva a pensar, a vivir y a organizarnos desde la compleja red de relaciones que nos envuelven en una interacción y reciprocidad constantes. Los miembros de la Iglesia se nutren, crecen y dan fruto dentro del misterio de comunión y misión que concilia las diferencias y las llena de sinergia y mutuo enriquecimiento. Por eso, es inimaginable una vida consagrada aislada, paralela, contrapuesta, incompatible o excluida de la vida y misión de la Iglesia.
Este vivir en red con convicción y voluntad de crear un mundo nuevo en libertad y fraternidad sin fronteras ni barreras, favorece el crecimiento de la adhesión al ideal de vida y a la implicación de todos los miembros en todos los niveles de comunidad, de Instituto, de Iglesia y de sociedad. No sólo es una forma de comportarse, sino de ser que revitaliza y reorganiza nuestra vida y todas las estructuras. Se hacen más participativas y corresponsables. Y, al sentirnos implicados en lo que hacemos por el Evangelio, intentaremos implicar a otros. De suerte que ya no estaremos declarando la misión asociativa o compartida sino que, efectivamente, la estaremos realizando.

¿“Desde dónde” hacer hoy la reestructuración?


Hubo un tiempo en que estábamos preocupados por la identidad. ¿Quiénes somos en la Iglesia? Y nos quedábamos tranquilos cuando alcanzábamos cierta claridad de ideas. Como no nos fue suficiente decir lo que éramos, sino que había que expresarlo, testimoniarlo, centramos la atención sobre el cómo vivir la vida consagrada. Hoy nuestra pregunta es sobre el “desde dónde” vivimos, nos organizamos y trabajamos.
Posiblemente, al habernos familiarizado con las técnicas psicosociológicas y habernos amparado en el correcto ordenamiento jurídico, hemos olvidado que hay otras dimensiones o perspectivas desde las que ver y movernos en este proceso. Colocarnos desde lo esencial, desde lo que da razón de ser a nuestra vida en el seguimiento de Jesús, desde lo definitivo que es para nosotros el Reino de Dios, nos hace romper esquemas, circunscripciones, tradiciones, toda frontera que nos separa de lo central e insustituible. Tendría que hacernos reflexionar por qué hoy está siendo coincidente en recurrir a la mística, a la espiritualidad. Y no precisamente como repliegue, sino como pista de relanzamiento.
Parece que estamos un poco obsesionados con el futuro. Y casi todos andamos queriendo ver más claro, otear nuevos horizontes, abrir caminos nuevos. Sólo si acertamos a situarnos y responder adecuadamente al “desde dónde” hacemos hoy la reestructuración de nuestras estructuras, creo que alumbraremos el futuro de nuestras comunidades y provincias. Lo que comporta tener asegurados, al menos, estos presupuestos:
1) Creer en la vida religiosa como don del Espíritu a su Iglesia y que está viva. Hay que subrayar lo carismático sobre lo institucional. Promover la espiritualidad.
2) Poner la misión en el centro de nuestra vida posibilita una nueva “visión”. La misión hace que se renueve la espiritualidad, el gobierno, la formación, las actividades apostólicas, la economía. Y de ahí surgirá, como algo espontáneo, la reorganización o reestructuración.
3) Dar primacía a la persona sobre las instituciones y las obras.
4) Contar con la colaboración de otros carismas: Intercongregacionalidad y Misión compartida.
5) Asumir la realidad de la disminución y frecuentar el futuro con esperanza. Promover la renovación, mejor que la supervivencia. Privilegiar la calidad de vida sobre la cantidad numérica.
6) La reestructuración pide hoy mucha imaginación e innovación.
7) La renovación es obra de todos. Proceder con la participación de todos.