Gracias Dios de la vida por regalarnos la paz.
Gracias por que tu Hijo Resucitado nos saluda cada mañana así: “Paz a vosotros”.
Gracias porque Abraham contaba las estrellas del cielo en paz, despacito, en el silencio de la noche, saboreando la paz.
Gracias por dibujar en el cielo el arcoiris en tiempos de Noé y porque la paloma, nuestra paloma, volvió con una rama de olivo en su pico: “nunca más habrá castigos”, dijiste…
Gracias porque nos cuentas que la justicia y la paz se besan, en un beso para siempre y desde siempre.
Gracias porque nos depositas en las manos, cada día, esa paz frágil para que la cultivemos, como al grano que se planta en la tierra y crece solo.
Gracias por este gesto pequeño de cuidar la creación que es para todos, no sólo para unos pocos. Por ese repartir generoso con el que tantas veces nos haces soñar y que vamos dando forma en las pequeñas acciones del día a día.
Porque disfrutamos con los amaneceres, con los árboles, con la vida diminuta que nos rodea, con los otros, con los de lejos y con los de cerca.
Porque sabemos que consumir no nos trae la felicidad, solo una apariencia que nunca se sacia y que hace daño a otros.
Gracias porque la paz la podemos reciclar, tu paz. Ese reciclaje mágico de un comienzo siempre nuevo, como nuevo es el pan de cada día que nos das y que no debemos acumular, el pan para todos.
Gracias por hacernos agradecidos, por poder abrir a cada instante el regalo de la vida que viene envuelto en esperanza, tu esperanza, Dios de lo pequeño.
Gracias, por último, por ese silencio que engendra sorpresa, que clama desde lo hondo, hondura de paz que toma carne en nosotros. Carne como la de tu Hijo resucitado, sorpresa grandiosa y regalada, que nos dice todos los días: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”… Reciclada