¿REALMENTE QUEREMOS LOS CONSAGRADOS ENCONTRARNOS CON LOS JÓVENES?

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El estado de ánimo, la creatividad y la generatividad

Es demasiado frecuente intentar solapar las debilidades con programaciones o itinerarios que nos mantengan ocupados. En este sentido, hay que reconocer la abundante productividad de las congregaciones, en general, y de algunos consagrados y consagradas en particular.

Cada vez que nos proponemos reflexionar sobre la realidad de los jóvenes experimentamos una tentación doble: por un lado, la pretensión de analizar una realidad plural desde el escaso conocimiento de algún o algunos jóvenes próximos a nosotros; y, por otro, la necesidad de querer proyectar sobre ellos lo que para nosotros fue, en su momento, bueno. Intentando así que, independientemente de los cambios geográficos, culturales y cronológicos que vivimos, haya valores «eternos» que sigan dándose exactamente igual hoy que décadas atrás.

Vivimos los consagrados y consagradas una situación paradójica y es que nuestras estructuras sostenidas con tesón, dicen hablar con los jóvenes y, sin embargo, no hay generaciones jóvenes que las continúen o se sientan atraídas y convocadas por ellas.

No es un secreto que la ruptura entre la vida consagrada y la realidad juvenil tiene apariencia de abismo. ¿Hay posibilidad de encuentro? ¿Realmente queremos los consagrados encontrarnos con los jóvenes? ¿No estaremos echando de menos que se acomoden a nuestra propuesta?

La reciente Exhortación, Christus vivit, de manera extensa, se emplea a fondo en un cambio de lenguaje que es, a la vez, un cambio de fondo. Es un idioma que resulta nuevo en nuestros contextos consagrados. Predomina la clave apreciativa, el reconocimiento y la posibilidad. No es una cuestión menor. Entre nosotros es demasiado frecuente el análisis negativo, la búsqueda de la debilidad. Nos hemos convertido más en examinadores del texto que en propositores de un nuevo contexto. No hay más que promover un diálogo comunitario a partir de cualquier reflexión. No son pocos o pocas las que centran el esfuerzo en resaltar la debilidad de la propuesta, o la reiteración o la parcialidad. Pocos se atreven a comenzar su exposición desde la propia experiencia y menos los que comparten su sentirse interrogado o interrogada. La clave apreciativa logra justamente este aspecto que señalo, apreciar el contrapunto y la posibilidad que desprende lo nuevo, la propuesta, la experiencia o la posibilidad. Me temo que si ante una realidad tan sumamente plural y ambigua como es la realidad de los jóvenes de este siglo, una vez más centramos el discurso en aquellos aspectos negativos que subrayan el individualismo, hedonismo, consumismo, etc… seguiremos muy conformes en nuestro análisis, sin capacidad alguna de interlocución. Seguiremos hablando sobre los jóvenes, sin llegar a hablar nunca con ellos.

Hay dos aspectos que subrayan la disposición para un diálogo real: el primero es conectar con la Fuente y el segundo, no menos importante, capacitarnos para escuchar.

Conexión con la Fuente

Cuando hablamos los consagrados de conectar con la Fuente, estamos hablando de discernimiento. De una dedicación más expresiva y consciente a la contemplación del Misterio. Es una disposición concreta a reconocer y reconocernos desde la originalidad de la llamada. Desde el todo desde Dios y para Dios. Las herramientas que nos hemos ido ofreciendo (llámense encuentros, cuestionarios, organizaciones y organigramas…), aunque pretendan ser luz, se muestran en esta instancia como una hojarasca que hay que saber limpiar. Sin querer, hemos convertido algunos medios en fines y, de tanto hacerlo, hemos silenciado la necesaria dedicación a un discernimiento en el que solo y de manera clara busquemos aquello que quiere el Espíritu. Discernir es saber leer, superar el vértigo de las respuestas inmediatas, resituar el valor de la persona, de cualquier persona, en el centro con Dios. Allí donde se da la revelación de la posibilidad, allí también nacen nuevas vías inéditas, son invisibles pero están presentes. La conjugación de respuestas a un sinfín de prioridades que hemos ido creando, pueden ir relegando las auténticas prioridades del Espíritu.

No pasa nada por dejar de convocar como lo hacemos, no ocurre nada por posponer lo que nos hemos dicho documentalmente que es una urgencia. Es necesario un tiempo de discernimiento en el cual respondamos: ¿por Quién? ¿por qué estamos aquí?; ¿por qué estamos juntos?; ¿qué necesitamos vivir? En esas cuestiones se concentra la sabiduría profunda de la vida cuando es vocación.

Discernir previene contra los «duendes» de la desesperación y el cansancio; de la uniformidad y la parcialidad; de la acepción y la mediocridad. Discernir nos llevará a todos hacia aquello que es verdaderamente importante y, cuando lo descubramos, ya estaremos de acuerdo. ¿Qué nos importa? Es la pregunta. Desde ese acuerdo daremos un paso más. Ungidos por el silencio contemplativo iremos expresando cada uno (cada una) nuestro parecer, cómo vemos las cosas y cómo las propondríamos. No hay palabras mayores y otras menores; no hay palabras autorizadas y otras soportadas. Toda palabra nace del Espíritu y como tal es tenida en cuenta, escuchada. Cada quien habla de su propuesta teniendo en el fondo, razones poco razonables para hacerlo. Juntas y articuladas se convierten en la expresión de lo que la comunidad ha visto o ha sabido ver. El tercer paso es el consenso. No son solo nuestras palabras y menos nuestras ideologías; no es el poder de los fuertes o lo que más veces o más alto se ha dicho, es la experiencia e impulso de innovación que se va situando en un «nosotros» real, familiar, diverso, abierto y frágil. El mismo discernimiento nos va dejando la luz para entender que, en el pasado, lo que hemos ido llamando «nosotros corporativo» no siempre ha sido evangélico ni oportuno. Sobran ejemplos de entes corporativos y corporaciones silenciosas, culpables, cobardes o atemorizadas.

Pero el discernimiento se hace real cuando pasa a la acción, cuando compromete la vida, cuando genera vida. Por eso es imprescindible que lleguemos a un acuerdo que a todos afecte y a todos involucre. Por eso tenemos que estar todos (o todas). Corren tiempos en los que necesitamos palpar y parir la decisión. Los procesos de discernimiento y decisión han de estar impresos de participación real. Si buscamos qué significa hoy comunidad o pertenencia congregacional y además queremos que afecte a las decisiones últimas de la persona, hemos de saber que ésta no se siente involucrada por estar en un espacio en el cual, de vez en cuando, responda a un cuestionario.

Nos concede el Espíritu un tiempo de minoridad del cual hemos de extraer que no hay masas, sino rostros; no hay opiniones comunes, sino visiones; no hay gente, sino personas. Es una bendita ventaja que nace de una aparente desventaja numérica. Si a donde hemos llegado nos afecta a todos, porque todos estamos presentes, no habrá espacio para la huida, ni para los clanes, ni para el menosprecio, ni para la inhibición. Habrá confluencia y fuerza insospechada en la determinación. Y entonces sí, de manera firme, podemos afirmar que es nuestro, que equivocado o acertado es este el camino que entendemos quiere para nosotros el Espíritu. Y nace la sinergia evangélica que nada tiene que ver ni con el capricho, ni con los roles, ni con el «aparente» poder que, como sabemos, en la vida consagrada no existe.

Capacidad para la escucha

No estaría mal que la vida consagrada asumiese, como misión, escuchar. Y que la escucha empape las comunidades y a quienes en ellas viven. Escuchar es el previo de la fe. Es la capacidad para entender, procesar y dejarse interpelar. Escuchar es el idioma de los consejos evangélicos. La gran aportación a un contexto social lleno de ruidos y de aparentes respuestas. Alguien que escuche, es alguien capaz, alternativo, nuevo, sugerente, incontaminado. El ejercicio de la escucha de la realidad es un ejercicio místico porque busca la expresión más limpia y libre de Dios que se manifiesta en el ahora. El problema real de la escucha es el miedo porque éste nos impulsa a responder o a mantener una actitud defensiva ante una realidad que tendemos a vivir como un ataque. La clave apreciativa también pide capacidad de escucha. Aquella que aparece en la Escritura como reproche: «si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano» (Jn 11,21), y responder con silencio, acogida, integridad, sin justificación, sin pasar factura por lo mucho que hemos hecho a lo largo de la historia.

La escucha nos capacita para convertir-nos en interlocutores de una realidad que es revelación. Responde a la cultura del encuentro y a una nueva concepción de la misión. Así, capacitados para escuchar, hacemos nuestra una pastoral con jóvenes, vivida con ellos, compartida con ellos, disfrutada con ellos. De lo contrario, con métodos suaves, no será sino un adoctrinamiento encaminado exclusivamente a que alguno o alguna cruce un umbral de la puerta no tanto para vivir su juventud, cuanto para hacerse adultos desde unas formas y criterios impostados.

La escucha, por supuesto, es interpelación y la interpelación provoca cambios organizativos que jamás seríamos capaces de asumir desde la reciedumbre de los principios históricos. Escuchar esta realidad que nos habla de jóvenes, o personas que están en etapas de cambio y crecimiento, nos pregunta directamente por nuestra capacidad para cambiar, para vivir de manera más ágil, más generosa, con menos tiempo para uno mismo, con más conciencia de donación y libertad. Nos pregunta por nuestras rutinas y desencantos; por las visiones enquistadas en las que podemos sostener nuestras relaciones comunitarias. Nos pregunta por la disponibilidad o la gratuidad de la misión. Nos pregunta por el amor y la capacidad para amar. La escucha de estas generaciones de jóvenes, tan diversas, nos cuestiona firmemente porque no siempre lo que parece tan estable y firme lo es; por el contrario, con sus idas y venidas, nos gritan que es imposible permanecer en algo sin entusiasmo. Lo cual para la vida consagrada es una gran lección porque es un estilo de vida y compromiso que cuando se expresa sin emoción, no es. Seguramente es otra cosa, pero muy lejos de la consagración. Así, de una manera sencilla se aborda una cuestión sutil pero profundamente importante y es el ánimo de la persona consagrada, de la comunidad de consagrados y de la misma congregación.

Algunas cuestiones que nacen del discernimiento y la escucha.

Cuando decimos jóvenes, ¿de quién estamos hablando?

Dice con verdad el papa Francisco que no se puede hablar de juventud, sino de jóvenes con vidas concretas (ChV,71) y, aunque resulte desconcertante, además de cierto es enriquecedor. Nos sitúa en un planteamiento no tan conocido. Nos obliga a algo crucial como es la personalización del encuentro, del diálogo y la propuesta. Nos extrae de los estereotipos, y nos aproxima a la frescura y verdad. Nos habla de rostros, historias y procesos muy personales. Nos habla de heridas y logros que van configurando, ya en los primeros años, la persona que es capaz de donarse por una razón a la que no sabe dar nombre.

Estamos hablando de jóvenes, ellos y ellas, que se acercan en este siglo a la etapa en la que tienen que decidir su vida. Nos dice la sociología que no hay dos iguales, aunque hay valores que mueven el querer de un buen número de ellos. Son los jóvenes híper-conectados, pero a la vez sedientos de encuentros verdaderos. Son aquellos que están deseando ser artistas de su propia vida, no quieren parecerse, quieren ser. Por eso conjugan muy bien la necesidad de mucho tiempo autodidacta, con momentos de encuentro con realidades que admiran o los maravilla. Son felices en el voluntariado que descubren. Se conmueven ante situaciones de dolor que para muchos adultos resultan inadvertidas. Algunos de estos jóvenes encuentran tiempo en su vida para escuchar la reiterada cantinela de hombres y mujeres que están solos; asumen ser familia nueva para tantos ancianos que, teniendo la suya, se han visto cruelmente desplazados. Los jóvenes de quienes estamos hablando muy probablemente no estén en nuestros grupos porque se mueven solos, no han entrado en una dinámica de socialización religiosa porque no los hemos educado en nuestros centros, ni han venido regularmente a nuestros grupos. No miran con desprecio los ámbitos de Iglesia, pero tampoco han visto en ellos atracción alguna. Sienten dentro una sed que no saben identificar y que se vuelve agria cuando conectan con un pobre, una injusticia, una situación terminal o la falta de verdad. Tienen de bueno estos jóvenes que desean ser felices, disfrutar, gozar, están lejos de los horarios convencionales, quieren construir un «reloj» nuevo que tenga más horas para vivir. Son jóvenes que «zapean» mucho. Saltan de una pantalla a otra. Buscan con rapidez lo que quieren y cuando lo logran, si no es importante, enseguida lo dejan, para seguir buscando… porque sienten dentro que tiene que haber algo más. Nos dice la sociología que estos jóvenes apenas tienen capacidad para aguantar ocho segundos de espera. Pasados éstos, si el argumento no es interesante o no responde a su búsqueda, desconectan.

De estos jóvenes estamos hablando o mejor, con estos jóvenes queremos hablar.

Cuando decimos vocación ¿qué queremos decir?

Cuando decimos vocación queremos decir llama, llamada o envío. Estamos hablando de una fuerza misteriosa que no sabemos cómo se ha mantenido viva después de cinco, quince o cincuenta años. Estamos diciendo identidad, la verdad de quienes somos. Estamos afirmando que si volviésemos a empezar volveríamos a dar los pasos que hemos dado, gozar como hemos gozado y buscar como seguimos buscando. Cuando hablamos de vocación estamos hablando de normalidad, de sentido de la vida, de desarrollo y realización. Estamos hablando de hombres y mujeres reconstruidos por el Espíritu porque se han dejado amar. Estamos hablando de libertad y urgencia, porque la llamada es envío, probar la inestabilidad y la extranjería. Estamos hablando de amor y humor tejidos en el cuerpo y el espíritu. Ser vocación es capacidad para conmoverse con lo que a otros resulta normal; comprometerse con lo que pudiera parecer ajeno; disponerse a empezar de nuevo, desde la pasión por Cristo, en una pasión continua de humanidad que sabe a fraternidad. Queremos decir que la fuerza de las instituciones no son sus muros, sino las vocaciones que en ellos buscan y regalan vida.

Cuando decimos carisma ¿cuál es la esencia de nuestra vida, nuestra comunidad y nuestra congregación?

Decimos luz. Decimos estilo insospechado, palabra frágil, visión sorprendente. Evangelio evidente sin necesidad de glosa. Hablamos de una particular lectura del Evangelio que incide especialmente en quien menos tiene, menos sabe y menos puede. Carisma es originalidad y exageración. Se hace palpable en lo alternativo, nunca cae en el «más de lo mismo», por eso la riqueza carismática es multicolor pero nunca confusión. Tiene la particularidad de ofrecer lo que otras instancias no ofrecen. Por eso no es solución de problemas, sino inspiración para mover los corazones hacia una solidaridad evangélica. Los carismas no son las fábricas del bien, sino la luz que permite diferenciar el bien que ya existe. Los carismas son los signos más evidentes de la libertad, por eso desconciertan a quienes quieren todo tasado, cerrado o medido.

Volver a una relectura carismática de la vida consagrada permite recuperar una libertad tantas veces cuestionada por haber confundido carisma con trabajo, o con empresa o con producción… que todo puede ocurrir. Arriesgarnos a evaluar lo que somos desde el carisma posibilita que la fuerza se encuentre con la misión y no se gaste en la pura protección. El carisma inspira y lanza; configura el estilo de vida y la pronuncia-ción de otra vida para nuestros contemporáneos.

Cuando decimos verdad, ¿qué sostiene mi esperanza hoy?

Decimos que en la existencia hay valores que sostienen la identidad y es por lo que merece la pena evaluar y entrar en un proceso de conversión para tener vida. La pregunta por las verdades que compartimos nos llevará a una simplificación y reorganización de prioridades. Son tiempos en los cuales la configuración desde una verdad que impulsa y mantiene es crucial. Si ésta se presenta enmarañada con otros intereses, quizá en otro tiempo importantes, conduce, sin duda, a la confusión y al cansancio. La búsqueda de la verdad es el tesón de quienes están vivos y son conscientes de estarlo. No pasa nada cuando hermanos o hermanas son capaces de compartir la verdad, aunque ésta no se ajuste al «deber ser». La verdad de la vida compartida (discernida) es la fuerza autopoiética de quienes quieren descubrir, en este tiempo, cómo es y qué es la comunidad del reino de la vida consagrada.

Cuando decimos verdad, decimos valentía y claridad. Decimos que necesitamos que las opciones de manual, coincidan con las opciones vitales. Decimos que la relación entre nosotros y nosotras se basan en el servicio y jamás en el poder. Decimos libertad frente al consumo y nos ayudamos a compartir una existencia verdaderamente ecológica. La verdad nos impulsa a buscar la relación honesta, directa y horizontal con el otro y, sobre todo, abre la comunicación real con el Absoluto. Por eso la gran verdad de la vida consagrada es ofrecerse, en este tiempo, como un cuerpo de hombres y mujeres libres que muestran a esta sociedad una relación constante (y verdadera) con Dios-Padre de la humanidad.

Cuando decimos felicidad, ¿soy una persona feliz?

No es ningún secreto que la sociedad está sedienta de felicidad. En todos los tiempos y culturas es la gran búsqueda de la humanidad. Los consagrados no somos extraños a esta necesidad y no debemos serlo. La cuestión es ¿qué felicidad somos capaces de generar y compartir? Nadie en la vida consagrada hace «voto de resignación» y menos de lamento o tristeza. En nuestro tiempo es pertinente y necesario preguntarnos qué estamos haciendo con la felicidad que corresponde a quienes han entregado su vida por el Reino. Ser signo para nuestro entorno no se logra tanto en la articulación perfecta de una sapiencia con infinidad de formas, cuanto en el ofrecimiento de una antropología feliz. Capaz de emocionarse, vibrar y esperar. No necesitan nuestros carismas personas seguras desde sus aptitudes, sino personas inquietas y en búsqueda para ser fieles a unos principios evangélicos en los que un día apostaron su desarrollo personal.

Cuando decimos comunidad,  ¿es claramente un lugar que invita, acoge, reconoce y celebra?

El espacio para celebrar las grandes palabras de la vida consagrada es la comunidad. Es el lugar de los carismas, de la vida, de la verdad y la felicidad. Es el ecosistema del consagrado y consagrada. Nace del hallazgo milagroso del lugar de cada persona en el grupo de discípulos del Maestro. La comunidad se encuentra en la sorpresa del seguimiento. Es, en este sentido, un carisma en acción, vivo, vital, nuevo, no uniformado. Un problema de la vida consagrada reside, en este tiempo, en denominar comunidad todo lo que sea agrupamiento y organización regular de personas. Sin embargo, los espacios comunitarios necesitan ser dibujados de nuevo. Han de provocarse pactos no escritos para resituar las prioridades y estilos, para conquistar la espontaneidad y la complementariedad. Nos jugamos demasiado en los desarrollos autodidactas de la persona como para no dotar a la comunidad de voz e importancia en nuestro momento. Cuando un consagrado o consagrada dice comunidad ¿qué está diciendo?, ¿qué necesita decir?

Percibimos con claridad que hay una fuerza misteriosa muy relevante en nuestro momento y es la pedagogía de la hospitalidad. Esta se hace real cuando las grandes inquietudes de la sociedad encuentran respuesta pequeña y real en el espacio compartido de cada comunidad de consagrados. Percibimos que la acogida y la hospitalidad la ofrecen las personas abiertas a la generatividad y fecundidad. Quienes han superado la tentación huraña del miedo y el autocuidado. Quienes ven la vida y las relaciones como posibilidad y no como peligro.

Pero además la comunidad necesita ser «laboratorio de verdad», así proclama que cree en la pluralidad, por eso es capaz de acoger sin uniformar. Está dispuesta a aprender de la diferencia, sin necesidad de aislarla y así es una propuesta de transformación social que evangélicamente entendemos como misión.

La comunidad, por otra parte, reconoce la diversidad como don. Favorece que las personas no queden diluidas en un océano sin rostro ni identidad. Hay comunidad cuando las personas en ella son fácilmente reconocidas y reconocibles, porque la riqueza no reside en el mismo modo, sino en el mismo corazón.

Finalmente, cuando decimos comunidad, decimos un espacio de celebración porque en ella se han convocado hombres y mujeres que han descubierto la misión para sus vidas. Tienen mucho que celebrar porque viven mucho. El encuentro de la comunidad es la celebración de los carismas, la riqueza compartida, la pluralidad del Espíritu que ofrece sobre cada uno una fuerza nueva. No salva la comunidad el argumento jurídico, la costumbre o la resignación, sino si, en verdad, se trata de un lugar evangélico que celebra el don de la vida compartida, regalada y expuesta al servicio de los demás.

Un tiempo de creatividad

Hemos de superar cierto tono de esterilidad y funcionalidad. En la raíz de la vida consagrada está la capacidad para generar respuestas creativas ante cualquier situación. Hay ejemplos abundantes de comunidades que han hecho un ejercicio sincero de felicidad y encuentro con el entorno. Hay muchas mujeres y hombres consagrados que viven este tiempo con aliento y novedad. Es posible salir de la resignación que invita a comprender que las cosas son como son sin posibilidad de salida. Nos dice la vida y el libro de los Hechos que «tendrán visiones los jóvenes y sueños los ancianos» (Hech 2,17). Es cuestión de perder el miedo, atrevernos y abrir de una buena vez espacios de escucha inéditos, facilitar que carismas personales recobren vida y realicen sueños. Hay muchos indicadores que apuntan a la necesidad de salir de lo convencional para inaugurar lo imprevisto que, sin embargo, reside en el corazón de no pocos consagrados y consagradas. Y lo que es mejor, conectan perfectamente con las búsquedas honestas de los jóvenes de este siglo que quieren disfrutar la vida haciendo un mundo más justo. La pregunta final es si seremos capaces de perder el miedo para arriesgar tanta «conquista y seguridad», aunque sepamos que, al hacerlo, nos abrimos a la vida con sentido, para quienes estamos y quienes ven