La aceptación cordial y sincera de la otreidad no es, en absoluto, algo fácil ni espontáneo. Ni siquiera fruto maduro de un deseo más o menos acariciado. Nuestro “yo” es en extremo poderoso dentro de uno mismo. “Yo soy yo…”, y lo soy no sólo con mis circunstancias, sino con todo un complejo bagaje existencial propio. Se nos ha llamado “microcosmos”, especie de “universo en miniatura”, comprimido en sí mismo, en nosotros mismos. Por eso, juzgar al otro, algo a lo que siempre estamos disponibles, es, no sólo poco ético sino, además, imposible con toda justicia y equidad. Es la tarea siempre ingrata y supongo que dubitativa de un juez a la hora de una declaración de inocencia o de culpabilidad “de otro”. Nosotros mismos no nos conocemos lo suficiente. Ya lo decía, -de nuevo lo citamos- el viejo maestro Sócrates: “conócete a ti mismo”; era como la primera lección de un aprendizaje inacabable y que duraría toda una vida. Desconocemos, con certeza, qué acontecimientos, situaciones, personas, ideas, nos han influido en nuestra primera infancia condicionando, si no determinando, nuestra evolución posterior hacia la adultez. Algunos especialistas hablan incluso de “influencias desconocidas”, seguramente sesgadas, desteñidas, nebulosas, en el seno materno. ¡Cuántas cosas “sabrá” de nosotros el líquido amniótico en el que navegamos placenteramente -o no tanto, tal vez- en esos primeros nueve meses de gestación! Son hipótesis de trabajo, quizás hasta teorías confirmadas por la experiencia vital de todas las embarazadas; pero lo cierto es que nacemos -al menos, aparentemente- como un disco duro virgen, en blanco, y que desde nuestro primer llanto, nuestro primer y olvidado “ay”, hemos ido grabando, “colgando” en nuestro cerebro y en nuestro corazón, innumerables y desconocidas sensaciones, emociones, miedos, traumas, heridas… ¡Nuestra primera cicatriz, universal, es el ombligo: recordatorio de la primera y traumática ruptura en nuestra existencia! (Se le ha dado muy poca importancia al simbolismo del ombligo, como nuestra primera cicatriz-recordatorio).
Toda esa trama, que Freud llama el inconsciente, juega siempre a favor o en contra en cada uno de nosotros. En qué medida, no lo sé. Supongo que cada uno “sobrevive como puede” (una forma de hablar) desde lo que nos vino de fuera y desde la genética que éramos, la herencia adquirida -llevada como lastre incorporado o como orgullo recibido-, las costumbres y hábitos del entorno educativo familiar donde nadamos en esos primeros años olvidados pero condicionantes. Es, lo sabemos, el gran descubrimiento y a la vez, la gran aventura de Freud: remontarnos, por el psicoanálisis a todo ese mundo oscuro, ignorado y lleno de sobresaltos que cargamos dentro, en algún bolsillo importante de la mochila de nuestra existencia, sin saber, exactamente, de qué bolsillo se trata. El inconsciente.
¿Y todo esto qué tiene que ver con esta aproximación al odio? En primer lugar, recordar la complejidad del ser humano y la osadía que supone intentar colarnos en su intimidad opaca y anónima de profundas raíces invisibles. En segundo lugar, intuir que la semilla del odio puede albergarse en algún repliegue del feto o del niño que fuimos. O no. O, tal vez, (no lo sé del todo) es “algo” adquirido, posterior, empotrado en algún rincón de nuestra casi-olvidada memoria infantil. Nada ocurre por casualidad. O, al menos, no del todo. Nadie es “casualmente” bueno, o “casualmente” malo; más bien, somos “causalmente” regulares, “un poco buenos y un poco malos”. “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno”; ¡qué sabio Jesús!
Nuestra conciencia, nuestro yo, es siempre tarea y proyecto. Podemos albergar una conciencia fanática, violenta, o ingenua, o podemos ir construyendo lentamente y a trompicones, una conciencia crítica, madura, adulta, integrada. Los “delitos de odio” están exacerbándose desde hace años en nuestra sociedad, o, al menos, en algunas. En este primer semestre se contabilizan en España más de 600 “actos de odio”, muchos de ellos cometidos por menores de edad; generalmente por varones, en grupos, y sin motivaciones que puedan “explicar” mínimamente la acción. Algunos lo llaman “violencia gratuita”. Pero ningún acto de crueldad irracional puede ser “gratuito”: todos tienen un alto precio que otros muchos padecen. Las víctimas son muchas veces “personajes anónimos”, alguien que “pasaba por allí”, que estaba en un lugar equivocado en un momento equivocado. Los victimarios, no obstante lo aleatorio de la elección de víctimas, tienen sus “preferencias”: los incapacitados, los débiles, los mendigos, los homosexuales, los extranjeros, los de otra tribu, y, por supuesto las mujeres maltratadas y en ocasiones sus hijos, en “otro rostro” de la violencia cruel que llamamos “violencia de género”, también “in crescendo”.
En realidad, la diana está puesta sobre los “distintos”, los descartados por un sector de nuestra sociedad “cargada de odio”. Por pudor, y por evitar cualquier morboso recuerdo, prefiero no hacer un elenco -aunque fuera breve- de esos “actos de odio” legalmente punibles que vienen sucediéndose en nuestra sociedad “avanzada”, democrática, europea, desarrollada culturalmente… Y también, en países más pobres y explotados.
¿Y por qué? ¿De dónde surge ese odio patógeno, absurdo, en la conciencia humana que se convierte en “conciencia para el odio”? Análisis que me parecen superfluos -o políticamente interesados- lo achacan a una consecuencia “más o menos lógica” del confinamiento y la pandemia. O sea, el coronavirus no sólo enferma, cansa, aterroriza, y finalmente, mata. Además, engendra odio. Echarle la culpa al virus -que en esto sí que no puede defenderse ni mutar- es excesivamente infantil; es una forma de “ponerse de perfil”. Siempre buscamos “chivos expiatorios”, aunque sean “virus expiatorios”.