(José Tolentino de Mendonça). Hoy se oye decir a muchos padres cuando hablan del futuro de sus hijos: «no quiero influir en el rumbo que mi hijo va a seguir; la elección está completamente en sus manos; solo deseo que sea feliz”. Y al decir esto, no se dan cuenta del problema que les están creando. El amor, en realidad, no es desear que alguien sea feliz, y aún menos que sea solamente feliz. Como enseña san Agustín, el amor es antes un volo ut sis, «quiero que tú seas». Más que las circunstancias que nos suceden y de las etapas que experimentamos es, sin duda, lo que somos. El arte de ser debe prevalecer más allá de las horas solares o nocturnas, de los procesos de florecimiento o de estancamiento, de la danza descendente de la penumbra o del diseño aéreo del júbilo. No podemos desear que alguien sea feliz. Esto equivale a coartar y disuadir la vida peligrosamente. Nos corresponde estimular a los que amamos a la valiente aceptación de la vida, en lo que ella tiene de plenitud, pero también de vacío y hasta de fractura. Porque a la sabiduría solo se accede por ese puente de cuerda que se presenta suspendido sobre el abismo y por la cual caminamos con los ojos vendados y trémulos. Recuerdo muchas veces un pasaje de un poema de Giuseppe Ungaretti que dice: «Jamás, no sabréis jamás como me ilumina / la sombra que se pone a mi lado, tímida, / cuando no espero más…». No siempre la sombra es lo contrario de la luz, como la ardua fatiga de vivir no es lo contrario de la felicidad. Son etapas del mismo río que corre. Hay lágrimas que nos consuelan tanto o más que muchas sonrisas. Y hay dolores que nos introducen en una experiencia de gestación y de comunión, que no creíamos posible. Por eso, en vez de una abstracta felicidad deberíamos hablar más de alegría. La alegría tiene raíces en la vida cotidiana; incluso cuando nos sorprende, emerge de un itinerario existencial que podemos reconstruir; sabemos lo que es y cómo se alcanza. Deberíamos hablar más de ligereza, esa cualidad de los que permiten a la vida mantener su impulso, una especie de gratitud, ligada no a lo que la vida ha sido o al que podría haber sido, sino al indecible milagro que ella, en cada instante, es. Deberíamos hablar de simplicidad, esa capacidad de partir continuamente de lo esencial, haciendo de ello una elección, una práctica y un estilo.