“Sangre” es palabra que parece teñir de rojo este día de fiesta para la Iglesia, y no sólo porque celebramos el “Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo”, sino también porque una y otra vez esa palabra se dejará oír en la celebración: “Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros”… “La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia”… “Ésta es mi sangre”…”El que come mi cuerpo y bebe mi sangre, habita en mí, y yo en él”.
“Sangre”, aunque sea palabra con la que expresamos multitud de sentimientos y situaciones –“sangre fría”, “sangre ligera”, “sangre negra”, “a primera sangre”, “a sangre y fuego”…-, utilizada en la liturgia y en relación con la salvación, es palabra que, para la conciencia colectiva, se presenta hoy envuelta en los paños de una connotación negativa.
Recuerdo una extraña alianza sellada con sangre: sucedió en la cárcel; la visitaba regularmente cada domingo en las horas de la tarde; la primera vez que lo encontré, aquel preso joven y provocador me soltó una letanía de blasfemias, que yo escuché con la misma serenidad con que las escuchaba mi hábito franciscano; no habían pasado muchas tardes de domingo, cuando aquel mismo joven me lanzó una provocación inesperada: ¿“quieres ser mi hermano”? Sin alternativa posible, mi hábito y yo dijimos que sí – ¡cómo negarme a ser hermano de quien se ofrecía a ser mi hermano! Entonces aconteció lo inesperado: un cristal de ventana hizo de cuchillo para el rito sagrado y, después de hacer un corte en su brazo, y otro en el mío, los dos brazos, las dos sangres, se juntaron como evidencia de que éramos uno, ¡éramos hermanos! Todavía llevo aquella señal, y aunque no hemos vuelto a encontrarnos desde entonces, los dos sabemos lo que somos: ¡la señal en el brazo nos lo recuerda!
Hoy aquella pregunta nos la hace a todos Cristo Jesús: ¿quieres ser mi hermano?
Él, la Palabra que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios, la Palabra en la que estaba la vida, vino a nuestro tiempo, a nuestro espacio, a nuestro mundo, a los suyos, a nosotros, para ser uno con nosotros, para que fuésemos uno con él, para ser nuestro hermano.
Él, la Palabra, ya se ha “cortado el brazo”: ya “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”, “se hizo carne y habitó entre nosotros”, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”, se levantó de la muerte y está sentado a la derecha de Dios en el cielo, para llevarnos con él, para que fuésemos sus hermanos. Él se hizo de nuestra carne, de nuestra sangre, para que todos pudiésemos ser con él un solo cuerpo, una sola carne, una misma sangre.
Él, la Palabra que era Dios y que ha recorrido su camino hasta nosotros, nos pregunta: ¿quieres ser mi hermano?
Y cada uno de nosotros, con la luz y la libertad que la fe nos da, irá respondiendo: “quiero”, o “no quiero”.
La eucaristía es memoria agradecida del camino que la Palabra ha recorrido desde Dios hasta nosotros, desde el cielo a la tierra, desde el Padre a nuestra mesa, desde la gloria del Padre a nuestra cruz, desde nuestra cruz a la gloria de Padre. La eucaristía es memoria real y verdadera de la persona de Jesús, de su entrega, de su amor hasta el extremo, es evidencia de que somos uno con él: un solo cuerpo, el mismo Espíritu, una misma sangre. La eucaristía es evidencia de que somos hermanos de Cristo Jesús. La eucaristía va diciendo a todos que, en Cristo Jesús, somos hermanos.
Desde Cristo Jesús con quien comulgamos, lo preguntamos a todos: ¿quieres ser mi hermano? No lo dice una señal en el brazo: lo dice la eucaristía que celebramos.