Fueron solo tres días los compartidos con ellos. Aterrizamos a mediodía bajo un sol de fuego abrasador. El aeropuerto era pequeño. No había aire acondicionado, ni wifi que funcionara. Nunca me habían hecho tantas preguntas para dejarme entrar a un país, ni siquiera cuando visité Irak. Las maletas tardaban muchísimo en salir. La cinta que da vueltas tampoco funcionaba. En el baño no había papel higiénico ni jabón. Me daba perfecta cuenta de que estaba entrando a otro mundo. Y empezaba a sospechar que me encontraría con personas de otra pasta.
Iba a dar un curso de comunicación digital. Y no entendía cómo hablar de esos temas en un lugar donde ni siquiera era posible conectarse. «Necesitamos creer que esto no es para siempre, que es posible cambiar esta realidad, y tenemos que estar preparados para ello». Me quedé sin argumentos. Casi no tienen ni qué comer, la leche no existe, la carne casi nunca la ven, los datos 3G vienen y van (seguramente intervenidos), la gente roba por hambre, de noche se oyen disparos, el calor no deja descansar bien. Y ahí estábamos, con un proyector muy antiguo, una wifi súper lenta e intermitente, y veinte corazones llenos de entusiasmo y esperanza. Y dimos el curso.
Todos los que pueden salir del país, se van. Cada día es una lucha, un dolor y un recomenzar la esperanza. Las Hermanas se quedan. No hacen nada especial: Escuchan, consuelan, rellenan cada mañana a cada uno la dosis necesaria para seguir, viven como uno de ellos («se hizo uno de tantos…»). No abandonan. Y lo confieso, yo no sería capaz. No es solo la escasez, es la inseguridad constante, es la tensión continua, la improvisación obligada, la desconexión casi total. Y el no saber. Y así, ellas son los nudos del revés, el amor silencioso que teje la belleza de la vida ahí donde están.