Que todo nos hable de ti

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Era Jesús, era el Señor. Parecía un caminante cualquiera, pero era Jesús en persona.

Parecía un mendigo cualquiera. Lo viste a la entrada de la iglesia. Puede que no lo hayas reconocido, pero allí, necesitado y sacramentado, estaba Jesús.

Entraste en la sala de tu eucaristía, y te encontraste con hermanos y hermanas que había congregado la misma fe, la misma esperanza, el mismo amor, hombres  mujeres reunidos en el nombre de Cristo Jesús, y en medio de vosotros estaba él.

Formando una comunidad de fe, como si todos fueseis uno solo, escuchasteis la palabra de Dios y la guardasteis en el corazón, porque esa palabra os habla de Jesús, es palabra de Jesús y lleva dentro a Jesús.

Y aún viste a tu Señor en el ministro que preside en la caridad la celebración: en él se os hace presente el que por todos se ofrece, quien por todos se entrega, quien ha querido ser el siervo de todos, el lava-pies de todos, el alimento de todos. Habréis observado que, al hacer suyas las palabras de Jesús en la última cena, el que preside no dice: “Esto es el cuerpo de Cristo”; sino que dice: “Esto es mi cuerpo”; y ese decir suyo lo deja a los pies de la comunidad, lo hace siervo de todos, deja el pan de su vida sobre la mesa de todos, como queda sobre la mesa de todos el mismo Cristo Jesús.

Y en forma de alimento –pan y vino sobre la mesa de la comunidad-, también te encontrarás con Cristo Jesús y lo acogerás en la comunión eucarística.

Ojalá la fe te permita reconocer a tu Señor en los diversos sacramentos de su presencia: desde el pan y el vino de la mesa eucarística al pobre en busca de pan a las puertas de la comunidad.

Todo en la celebración tendría que llevar a ese reconocimiento: los gestos, las palabras, el silencio… Todo.

Pero no es así.

La libertad del encuentro gozoso con Cristo resucitado ha sido suplantada por la obligación odiosa de oír misa todos los domingos y fiestas de guardar.

La buena noticia de Dios para los pobres –el evangelio- que es Cristo Jesús ha sido reducida, devaluada, degradada al nivel de ideología religiosa, sobre la que se levantan estructuras de poder, y con la que se justifican sacralidades que la encarnación de la Palabra había anulado.

De esa ideología religiosa son evidencia las oraciones que utilizamos en la celebración eucarística –las oraciones del Misal-, dirigidas a un Dios que en nada se parece al Dios de Jesús de Nazaret aunque se suponga que es el mismo, y en las que se explicitan inquietudes y preocupaciones que nada tienen que ver con la vida de los fieles, nada tienen que ver con las necesidades del mundo en que los fieles vivimos, nada tienen que ver con el acercamiento del evangelio a la vida de los pobres, nada tienen que ver con el advenimiento del reino de Dios al mundo que Dios ama.

La consecuencia nefasta de esa suplantación del evangelio por ideología es que, quienes arrojan por la ventana el agua de la ideología que los amenaza y los esclaviza, dan por hecho que con ella han arrojado el evangelio, han arrojado a Jesús, han arrojado al Dios de Jesús… ¡Y no caen en la cuenta de que nunca lo han conocido!

Todo en la celebración tendría que llevar al reconocimiento de Cristo Jesús… Pero no es así.

“Señor Jesús, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas”; y que nuestro silencio, nuestras palabras, todo en nuestra celebración, nos hable de ti, nos lleve a ti, nos abra los ojos para que te reconozcamos.