¿QUÉ LIDERAZGO?

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Ya que recientemente hemos celebrado al mártir san Esteban «que fue directo con sus palabras para responder al mal de la murmuración» ­–dice Francisco– y su valentía le valió el martirio, me parece necesaria una reflexión sobre el liderazgo y su respuesta a la murmuración. No sea que lleguemos a justificarla como «praxis comunitaria».

El liderazgo es el gran reto de la vida consagrada. Esta no saldrá adelante en la actual encrucijada con recetas de ayer o tirando de inercia. No bastan ni las frases sabidas, ni las llamadas a pertenencias que hoy no existen. Es el tiempo de la sorpresa del Espíritu, de la novedad, que necesita desatascar una realidad que por más matices que queramos poner, está expresando un desgaste institucional de magnitud.

Ese liderazgo lo están generando las instituciones y las comunidades. Pero es un liderazgo premeditadamente no escuchado. Porque ponerse en manos de la innovación es arriesgado y aunque teóricamente busquemos «el sol», en realidad el miedo y la fuerza de la costumbre nos impiden salir del «búnker» en el que ingenuamente experimentamos protección.

Una sociedad injusta y en guerra genera «liderazgos» también injustos. Lo vemos con reiteración en infinidad de países. No es diferente la situación de algunas comunidades en la Iglesia. Por eso, en la coyuntura actual suelen aparecer alianzas o «sociedades secretas». Son afinidades extrañas que lo que pretenden justamente es que no prospere un liderazgo evangélico y libre. Se conjuran con una aparente búsqueda de verdad que se sustenta, curiosamente, en la «media verdad» y la prevención hacia el pensamiento diferente. Se trata de la encarnación más burda del poder, son los lobbies que tienen miedo a la reflexión, la escucha o el diálogo, aunque, por moda, intenten manejar el «idioma de la sinodalidad». Hoy hay términos imprescindibles para quienes tienen pretensiones inconfesables. Usan «pieles de cordero», las palabras hermosas, los términos inclusivos… Son las falacias que terminan por empobrecer los carismas, reduciendo las familias religiosas a pequeñas tribus provincianas unidas no por la pasión misionera sino por el miedo.

La fractura afectiva de la vida consagrada es su crisis. Y esa fractura, evidentemente, desencadena la fractura vital de muchas personas. ¡Tenemos tantos heridos y heridas en el camino! El milagro es cómo se sostienen las instituciones y sus tareas con no pocos corazones sin vínculos, sin referencia y sin apoyo en sus comunidades. Pero ahí está el misterio del Espíritu que alienta, anima y da fuerza a quien se pone en sus manos.

No es una cuestión de buenos y malos. No es un problema moral. Es la estructura la que está enferma. Es una cuestión de libertad: La pertenencia es de todos y todas al carisma; no de muchos al «carisma personal» de algunos o algunas. La gran transformación de la vida consagrada reside en la búsqueda de liderazgos evangélicos que están presentes en personas que no temen el bien y la verdad; que consiguen mirar la congregación o comunidad como familia de personas diferentes, pero miran a todos (o todas) a los ojos. Son liderazgos que existen, están porque el Espíritu quiere, jamás justificarán la murmuración afirmando que «todos lo hacemos», porque no lo hacen. El líder evangélico es feliz, de verdad, con que sus hermanos crezcan. Esa es su fuerza e impulso transformador. Es el liderazgo que devuelve vida a la comunidad; todos se sienten reconocidos y amados y, en consecuencia, ven las vidas de los demás dignas de amor. Los líderes que necesita la vida consagrada tienen el empeño de llevar a sus comunidades por caminos diáfanos y posibles para todos y todas, por eso trabajan diariamente para curar y cerrar la herida de la murmuración por donde se desangra la fraternidad, por donde se nos va la vida.