No nos engañemos, hay un “no-sé-qué” que nos delata aunque no llevemos hábito. No sé si es el “fondo de armario” tan poco a la última, el corte de pelo o las gafas, pero el reconocimiento mutuo resulta, con frecuencia, infalible. Eso me pasó el otro día en la estación de autobuses (lugar donde proliferan los religiosos como champiñones) con una hermana con la que compartí viaje desde Bilbao. Cuando comenté la coincidencia con mi familia, mi madre dijo que sí porque “tenía cara de no darse muchas alegrías”.
Y ¿qué queréis que os diga? Llevo unos días dándole vueltas a la frase. ¿Qué es lo que transmiten nuestros rostros? Cuando nos despistamos y nos quitamos la sonrisa profident que dedicamos a las visitas ¿qué gesto se nos queda? Ojalá sea la cara de serena pero desbordante alegría de quienes han encontrado un tesoro en su vida (Mt 13,44-45); O el gesto de comprensión de quien sabe que en todo y en todos reina la ambigüedad porque el trigo y la cizaña se han empeñado en crecer juntos (Mt 13,24-30); o el rostro confiado de quien se sabe en la Buenas Manos de aquél que cuida de los pájaros o los lirios (Mt 6,25-26)…
Y a ti ¿qué cara te gustaría tener?