Pudo haber sido así…

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La viuda salió ganado en relación a los acaudalados individuos que depositaban su dinero en el Templo. Jesús ve de una manera distinta, de una manera nueva y profunda. Las apariencias casi siempre suelen engañar. Si nosotros estuviésemos allí, en la sala del tesoro, quizás solo nos fijaríamos en esas grandes cantidades que depositaban los que tenían mucho. Y la viuda, con la rapidez del miedo y la vergüenza de sus dos monedas casi invisibles, nos pasaría desapercibida.

Ella, dice Jesús, da mucho más que todo el mundo, porque da de su indigencia. Mientras que los demás dan de lo superfluo, de lo que se puede seguir acumulando pero de lo que también se puede desprender uno. No es cuestión de generosidad sino de desposesión.

La pobre viuda lo da todo, todo lo que tenía para vivir.

No sabemos qué pasaría luego con ella. A quién se le ocurre dar lo que te va a permitir comer, vestirte, relacionarte. Qué va hacer esa pobre mujer, sin un varón que la proteja (siglo I) y sin una triste moneda con la que negociar. Cómo se las va a arreglar. La mayoría de nosotros le diríamos que no lo hiciese, que lo guardase, que ya hay otros que dan mucho más para sostener el Templo (ese Templo que para Jesús va a ser causa de condenación y que va a abrir a todas las naciones en la ruptura del velo, con su muerte, del velo que encerraba a Dios entre cuatro paredes).

En cambio el Nazareno la alaba. La saca de su anonimato y de su vergüenza de cantidad irrisoria. La situa en la historia de los siglos como la desposeída (viuda, pobre, sola) que es levantada de la basura para que se siente con los príncipes.

Y quisiera creer que, después de habérselo dicho a sus discípulos, Jesús la siguió y le habló. Y le dijo que «gracias», no por el Templo (eso es lo de menos para un Dios encarnado libre de muros) sino por su locura. Y la invitó a comer para escándalo de fariseos y escribas. Y la invitó a que lo acompañase por los caminos, por esa Galilea amada, fuera de las murallas protectoras pero asfixiantes de Jerusalén.

Y la viuda aceptó porque ya no tenía nada que perder ni que ganar y porque se sintió amada después de tanto tiempo (quizás después de todo el tiempo del mundo). Y saboreó eso del Reino. Y Jesús cuando estaba en esa colina, la que ya conocemos y amamos, mirándola, dijo: «Felices los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos». Y la viuda sonrió.

Pudo haber sido así…

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