AVIVAR LAS CENIZAS DEL DESEO. Volver al camino del amor compasivo
Ante el nuevo tiempo de Cuaresma que nos aprestamos a vivir, en realidad lo que importa no es tanto el camino que debamos recorrer, sino los encuentros que hagamos en sus vueltas y revueltas. Lo que importa es la pregunta más urgente: en estos cuarenta días de caminar por el desierto ¿voy a perderme si voy yo solo? ¿Hay alguien más que me saldrá al encuentro? ¿Dónde y cómo me sorprenderá? ¿Voy a dar algún rodeo para no encontrarme con él o con ella?
Evangelizar nuestra cultura del deseo desde las prácticas compasivas es ir haciendo un itinerario muy arriesgado. Porque supone desandar muchos de nuestros caminos, rehacer los recorridos de la injusticia y la marginación, pero con los otros, los que han sido puestos en el margen de la vida por nuestro propio deseo egoísta y estéril.
Y es, también, descubrir la fuerza de rehabilitación para nuestro desear. El camino de seguimiento de Jesús es un éxodo humilde. La metáfora de una historia con futuro se puede vivir cuando se reconoce el Éxodo de los pobres y se descubre el don divino que se nos regala, presencia pobre y oculta, pero salvadora para ellos y para nosotros.
La casa está con las puertas cerradas. Nuestro corazón, a oscuras, se encierra en su soledad y en su silencio cómplice. Y comenzamos a gustar, una vez más, las cenizas del deseo. El deseo es movilidad y dinamismo, pero la impotencia ante el mal y, sobre todo, ante el sufrimiento de los pequeños, hace que nos quedemos parados, quietos, gustando la incomodidad de nuestra propia vergüenza.
Nos sentimos pobres, inútiles, incapaces de salir, pero todavía no hemos apurado el cáliz de nuestra indigencia. Aún no nos hemos podido reconocer en ella y aceptarla con serenidad. Las raíces de nuestro desencanto están teñidas de impotencia y de falta de paz pero nos ayudan para tomar conciencia de nuestro encierro, y explorar adecuadamente los rincones de nuestra pobre casa.
Lo que nos pasó es que todavía no nos habíamos reconciliado del todo con la miseria de nuestro corazón. Todavía no habíamos explorado detenidamente los rincones oscuros de nuestra casa. Necesitamos, de una vez, mirarnos a los ojos, entrar en las entrañas doloridas de nuestro desencanto y examinar, de verdad, la calidad de las cenizas de nuestro deseo.
Recibir el perfume de nuestras cenizas
Antes de emprender el camino, antes de querer atravesar tantos pasos perdidos, es necesario agachar un poco la cabeza y recibir el perfume de nuestras cenizas. Tal y como Jesús nos recomienda en el Evangelio, no se trata de desfigurar nuestro rostro sino de dejarnos transfigurar. Se trata de recordar de qué hoguera somos hijos, cuánto de nosotros y también de otros se nos ha ido consumiendo entre las manos.
De la cabeza a los pies. Perfumarnos con el aroma de la humildad. Toda la aventura hacia la Pascua comenzará con este gesto de bajar la cabeza y nos conducirá, con el Maestro, a ponernos a los pies de los otros para lavárselos con el agua pura de su corazón. Ceñidos como él con la toalla del servicio humilde.
Nuestras cenizas tienen un valor muy diferente según su origen. La imagen de una mujer abatida ante el incendio intencionado de su casa y que ha perdido todas sus pertenencias, no es igual que las cenizas de una hoguera en la chimenea de la casa de campo. Cenizas ¿de qué? Ésa es la cuestión.
Nuestras cenizas son un recordatorio de la fragilidad en la que nos movemos en la vida: lo que hemos perdido, malgastado, arruinado, de la vida que se nos dio, de las hermanas y hermanos que nos quisieron. El amor de los otros que hemos quemado inútilmente, casi sin advertirlo.
La tierra quemada de nuestras indiferencias y de nuestras complicidades. Las ilusiones que no permitimos llegar a ser, propias o ajenas, las que debilitamos con la débil llama de nuestro desdén. Los pábilos humeantes que nos consentimos en apagar, la frágil y doliente caña cascada de tantos buenos deseos que dejamos apisonados junto a las piedras del camino.
De todo eso nos tenemos que revestir; eso es lo que cargamos sobre nuestras cabezas, que se inclinan con fingida humildad, ante el gesto sagrado. La suerte que tenemos es que se nos anuncia también un camino nuevo, se nos abre una calzada para recorrer, se despierta un fuego de la antigua hoguera de Pentecostés, aventadas por fin las cenizas de nuestro desencanto.
Las cenizas de nuestro deseo son el resto de un incendio. De un Pentecostés que nos inflamó el corazón aunque apenas queden unas brasas ocultas bajo la capa gris del hogar de nuestro corazón. Pero el Espíritu, que nos hizo arder, es el que también ahora sopla sobre ellas para resucitar el fuego antiguo, para alumbrar la llama de lo que parece imposible pero que nos es muy necesario.
El valor de las cenizas del deseo
Además, conviene que valoremos de otra manera las cenizas de nuestro deseo. No valen lo mismo según aquello de lo que son testigo. Si se han quemado los desperdicios de lo que hemos sido, las podemos arrojar sin cuidado al cubo de la basura. Pero si son nuestras cartas de amor a la persona que fue amada y nos traicionó, esas cenizas tienen una valencia bien distinta. Nos recuerdan lo que podía haber sido y ya no será nunca. Nos hacen presente el desamor, o el desengaño que hemos sufrido. No. No valen igual unas cenizas que otras.
Las familias que han tenido que sufrir el desarraigo, si pudieran, llevarían consigo las cenizas de sus abuelos, como testimonio de pertenencia y arraigo para el futuro. Son unas cenizas que se hacen promesa y tarea de reconstrucción de la patria presentida. Con ellas se han fundado en la antigüedad muchos pueblos.
Por eso, revolver nuestras cenizas puede tener un sentido también renovador y no solamente nostálgico. Sabemos que, al arder nuestros más felices sueños, hemos adquirido la constancia de lo que esperamos. Y nos abrimos, de otra manera, a un tiempo diferente.
Reconocer lo inútil de nuestras pretensiones, que nos han hecho crecer en la soberbia de creer que valemos más de la cuenta, se convierte en un ejercicio sanador. Se nos renueva el recuerdo de que nos engañábamos cuando nos parecía estar por encima de los demás. De que aspirar a más no nos ha asegurado una vida mejor, más libre y humana, más desprendida y capaz.
Nada se puede esperar de una conversión que no se funda en el amor y la compasión para uno mismo y sus fracturas. Ahí, en la herida, reside una fuerza inaudita, aunque bien oculta, que es la única que nos puede alcanzar desde la entraña en lo que esperamos, en lo que también desesperamos.
Los pasos perdidos: la manía del ídolo nos vampiriza
La manía del ídolo es una locura. En el confuso mundo de nuestros deseos se alzan ídolos poderosos que nos fascinan. Y la fascinación es la primera y principal figura del deseo. Estamos en el mercado y muy variadas ofertas se nos presentan para ganar nuestro corazón.
Además, como el mundo de los deseos no es precisamente el mundo de las razones, sino el de las atracciones, los diferentes objetos de deseo se nos presentan en una dinámica que no nos permite elegir. Se trata de conquistar, de seducir, de incitar, de atraer, verbos todos ellos que indican una imantación de la voluntad, una cierta manipulación de lo que deseamos.
Vivimos en una sociedad falta de discernimiento, porque de lo que se trata es de calentar los mensajes al máximo para que conquisten a las mayorías. Y aquí todo vale, no hay normas. Los objetos de deseo se convierten en ídolos porque se presentan como la realización de todos los anhelos, como quien favorece la realización inmediata de todos los sueños, como quien puede traernos la felicidad con tal que nos rindamos a su acción todopoderosa.
Y aún peor, los propios sueños se convierten en ídolos porque, ofreciéndonos el colmo de la felicidad, esconden una cláusula en letra pequeña: les hemos de entregar también el colmo de nuestro corazón. No se contentan con menos, porque la fuerza del ídolo está precisamente en que vive de la sangre de sus víctimas. Por eso decimos que nos vampiriza, que nos chupa la vida, que nos ata en una dependencia que nos imposibilita liberar nuestra libertad para vivir autónomo nuestro deseo.
Así, la nueva idolatría aparece como una fuerza espiritual que el sistema dominante se asigna identificándose con lo trascendente y oprimiendo en su nombre. Al ir invadiendo el mundo de nuestros deseos, el sistema consumista tiende a reemplazar todo sistema de evaluación y transformarse en una atracción ciega.
Tiene un carácter insidioso, muy sutil, capaz de infiltrarse en el corazón de nuestras percepciones, para borrar nuestros puntos de referencia y producir una sumisión casi total, una obediencia ciega a sus imperativos. Cuando las personas se hacen productos, el ídolo las sacrifica a sus propios intereses.
De lo que se trata es de deshacerse del mal amor. El ídolo juega sobre un engaño fundamental: lo que nos hará felices es seguir ciegamente al amor propio. Y aquí podemos caer fácilmente, porque sentimos que los deseos nacen en lo más central de nosotros y se identifican con lo más nuestro, con nuestro propio amor. Y esto es verdad. Pero no es toda la verdad.
Salir del amor propio no es renunciar a lo mejor que somos cada uno de nosotros. La base positiva de lo que somos, la propia capacidad de ser deseables, es algo a lo que no podemos renunciar sin arriesgar el núcleo de la felicidad. Y, sin embargo, su principal enemigo es precisamente ese mal amor que nos cierra sobre nosotros mismos.
Es contra el mal amor, así entendido, contra el que debemos luchar. Salir al amor-amor. Hacer el éxodo del propio gusto e inclinación natural, afrontar el malestar que las contradicciones y sufrimientos nos suponen, estar decididos a soportar la soledad del corazón y el descrédito de los demás precisamente para aprender a amarnos rectamente a nosotros mismos y a los demás. Deshacernos de un proyecto egoísta que nos hace depender del objeto de nuestro deseo y no de la capacidad amorosa de nuestro corazón.
Dejarnos seducir el corazón
Para dejarnos seducir el corazón debemos mudar de afectos. Y quizá el secreto de la muda estribe en que debemos despedirnos de los amores para vivir el amor. Pero no un amor intemporal, trascendente, sino concreto y temporal pero más intransitivo. El amor que nace y muere en todos los amores y que pervive siempre y es eterno precisamente a base de saberse caudal pero no fuente de la vida.
El amor que conocemos solo podemos nombrarlo así, sin desnaturalizarlo, porque lo identificamos brotando en nosotros en cada pálpito del corazón enamorado, pero no como algo nuestro, sino como algo que está siempre naciendo en nosotros. Ese secreto del amor fontal solo se nos revela por el hecho de no ser nosotros los que amamos, sino el amor en nosotros el que ama y por el que somos amados y capaces también de amar.
Dejarnos seducir el corazón es despertar los sentidos interiores para conocer el verdadero objeto de nuestro deseo. De eso se trata. De mover los afectos para afinar el deseo y sentir los labios resecos por la sed. Como la cierva herida que jadea por un hilillo de agua entre los montes. Estamos junto al pozo, pero el manantial es hondo y no tenemos con qué sacarlo. Y es el deseo el que se hace manos, cuerda, pozal…
Conocer el don -si lo conociéramos!- es un misterio que se revela en la sed, o en la noche. La sed y la herida. Y sólo en el lenguaje de la intimidad se puede revelar lo que la luz de los ojos jamás comprendería. Nosotros hemos visto, nuestros ojos se han abierto para percibirlo, nuestras manos lo han tocado y hemos podido oír con nuestros oídos de carne el misterio de su cercanía.
Esta noticia que se ha revelado en la intimidad se abre a otros corazones que la desean. Y se hace gozo de comunión y de experiencia compartida. Cae la atadura del temor, y surge una libertad despojada que vive en el deseo y se recrea una y otra vez en él.
Conocer el don es desearlo, es abrir el oído del corazón y dejar que sus sonidos alegren el silencio y ahuyenten las sombras de nuestra vida. Conocer el don es saber de su ternura, dejarse suavemente en sus manos, ofrecido a sus caricias, llamado a un desvelamiento progresivo de su persona hasta una intimidad que ya es franca ocupación de nuestro ser. Nuestro corazón quiere vivir en el Amor.
Y la seducción del corazón es un entrenamiento del deseo. Y Jesús es el mejor entrenador del deseo que nos libera del amor egoísta y nos abre a la aventura de dejarnos llevar por él por los caminos del Reino. La evangelización de la cultura del deseo pasa por el enamoramiento total de Jesucristo, por la entera ocupación de nuestro corazón para desear tanto como él.
Los pasos hacia los otros: las prácticas compasivas
La experiencia del amor es una práctica. Someter la propia experiencia del amor al primado de la práctica es un imperativo de hoy y de siempre. Amamos no porque sentimos más o menos intensamente, sino porque transformamos y nos dejamos transformar por el amor.
El amor se manifiesta más en obras que en palabras, porque es una fuerza que circula y nos altera la interioridad y nos organiza de otro modo nuestra relación con los demás y con el mundo.
La experiencia del amor es lo único que nos capacita para la rebeldía. Y hace falta mucho coraje para afrontar el amor y sus responsabilidades. Porque estamos en un campo de fuerzas siempre mayor que nosotros y sometidos a su acción que nos altera y nos revoluciona, que no nos permite pactar con la realidad tal cual es.
El amor no es solamente una fuerza de conmoción interior, sino que sobre todo es una realidad que afecta a nuestro cuerpo y a nuestra manera de relacionarnos con otros seres corporales y otras realidades físicas y materiales. Es decir, amar no nos permite dejar las cosas como están. Amar nos obliga a poner en práctica la misma fuerza del amor, a transformar a los seres a quienes amamos.
Por eso la mejor forma de amar, desde el mensaje de Jesús, es vincularnos a la vida de los otros, meternos en su piel, ponernos en su lugar, es decir solidarizarnos con su gozo y también con su sufrimiento. El amor evangélico es una práctica de proximidad, es un estar junto al que nos necesita. Y ello nos va a llevar inevitablemente a luchar para que su espacio vital no le sea arrebatado, para que su vida y sus aspiraciones quepan en este mundo, que no siempre es la realización perfecta de la justicia y la paz.
El que ha descubierto la experiencia del amor en su corazón obra en favor del amor, ensancha el espacio de su tienda, se abre a prácticas solidarias en favor de la justicia. Hacer la justicia es un imperativo del amor, pero nunca lo sustituye. Si nuestra justicia no sobrepasa la de los comprometidos de nuestro tiempo, la de los líderes sindicales o políticos, la de los grandes grupos de poder en nuestra sociedad, no es la verdadera justicia del Reino de Dios.
Emplearnos a fondo con el amor supone dejarle espacio para que actúe en nuestro entorno y serle muy fieles a la hora de plantear sus verdaderas exigencias. La experiencia del amor es una práctica, y el que ama descubre que está en un campo de fuerzas que le sobrepasa. El amor activo, transformador, nos tiene en sus manos y nos cambia ante la mirada gozosa del Dios fuente de todo amor.
Llamados a construir la fraternidad
A ver si nos entendemos bien: reivindicar los derechos de los que no los tienen es una verdadera práctica evangélica. Más aún: es una exigencia fundamental de aquél o aquélla que se diga en comunión con el Dios de Jesús. A la luz de Jesucristo el otro es una llamada permanente a la fraternidad.
Incluso cuando el ambiente lo rechaza, cuando los enemigos lo aplastan, cuando los amigos lo abandonan. Cuando él mismo camina por un camino equivocado, cuando ya no resulta útil para nadie. Nadie pierde nunca la calidad de hermano. Y reivindicar los derechos del hermano es luchar por esa calidad de humanidad que Dios mismo asumió en su encarnación.
El problema surge cuando hacemos de la praxis de los derechos la única especificación y concreción del amor cristiano. Y nos quedamos tan contentos. En la perspectiva del evangelio los derechos no se contraponen a los deberes, sino precisamente a los deseos. Es decir, derechos y deberes están en el mismo régimen: el de las exigencias, el de las mínimas condiciones para ser persona.
Los derechos son siempre condiciones para la realización de lo que somos, pero no aseguran el cambio interior, la transformación del corazón. Los deseos son el núcleo, lo interior que nos configura y nos pone en la disyuntiva de la opción personal. Más aún, hacer de la conquista de los derechos la única traducción de la praxis cristiana nos puede poner en la dinámica de las obras de la ley.
Nos puede llevar a vivir la vida como la realización de una justicia exterior que nos deja tranquila la conciencia, pero que nos cierra el corazón. La conquista de la fraternidad cristiana no se agota en la reivindicación de los derechos propios o ajenos, sino que nos abre a unas prácticas desde las que el hermano alcanza con nosotros la redención de su propia fraternidad.
La fraternidad nace de la gracia, de la gratuidad vivida desde Dios que se hace uno de tantos porque quiere, porque nos quiere. Así es como la fraternidad alcanza el mundo futuro. Y este espíritu de Amor tiene el estatuto de la sanación, no meramente exterior, sino como recuperación de la dignidad de hijos y herederos.
La fraternidad se construye desde dentro, desde la conversión del corazón, que se niega a ser el juez que se satisface o se culpabiliza por la suerte de los demás. Los demás nos cambian el corazón cuando nos sentimos vinculados a ellos desde el amor compasivo de Dios. Desde el amor compasivo que no nos admite porque lo hagamos bien, sino porque nos quiere.
La experiencia del amor o alcanza a sanar lo más profundo de nuestro ser o no es verdadera experiencia del amor fontal, del Amor gratuito, el que nos ama sin méritos, porque sí.
El rostro del empobrecido: territorio de conversión eclesial
La práctica del amor cristiano supone la proximidad física y afectiva de Dios en el territorio de los últimos. Decimos física y afectiva. La pasión por todo lo humano se convierte en empatía cordial, en ejercicio visceral de entendimiento, en práctica de reconocimiento afectivo que potencia proyectos alternativos que generen la verdadera inclusión del excluido.
La experiencia espiritual del pobre es primariamente una experiencia física, corporal, que obliga a dejar de contemplar la realidad de la injusticia con gafas oscuras o deformadoras de lo que sucede a nuestro alrededor.
En la familiaridad del Dios con nosotros se nos revela otra familiaridad, la del pobre y a través de sentimientos de cordialidad y afecto, nace una solidaridad cristiana nueva. Estar con ellos, gozar con ellos, sufrir con ellos es el origen de la espiritualidad. En el encuentro con el pobre se aúnan lo físico y lo espiritual, lo temporal y lo eterno. De ahí que sea hoy el territorio eclesial por excelencia.
El empobrecido, de rostro concreto y desfigurado, al que expatriamos y excluimos, nos presta su mirada, nos deja ver el mundo desde sus ojos. Y así, nos capacita para una visión diferente y nueva, crítica y comprometida. Por eso se hace necesario que aprendamos a mirarle y que no nos asustemos, sino que dejemos que nos penetre en la sensibilidad interior que tenemos dañada e insensibilizada.
La conversión de la sensibilidad es un proceso largo y paciente. Nuestros sentidos interiores se renovarán en contacto con las personas que sufren y esperan una nueva ocasión para su vida. Son los sentidos interiores los que nos aseguran el arraigo del compromiso cristiano y solidario. Y los que vertebran nuestra orientación de la vida.
Estar con los otros, los despojados, desatendidos, excluidos, para adquirir una perspectiva de visión diferente y una nueva manera de ver nuestro mundo desde el apego, desde la cercanía y la implicación con los que sufren: como Jesús.
ORAR DESDE LAS CENIZAS
Aquí estamos, Señor de la Ternura, con la cabeza gacha y recibiendo el perfume sanador de la ceniza. Mirando nuestros pies y los que tendremos que lavar a lo largo de tantos días…
Queremos avivar las cenizas que se nos imponen, porque nos llega el aroma de nuestros sueños rotos, de nuestros deseos perdidos, de los pasos errantes que nos han conducido a esta “ninguna parte”.
Queremos revivir el fuego de Pentecostés, el que aún nos queda en la doliente memoria del pasado, un pasado tan reciente y tan lejano. Lo que nos quemó las pestañas del alma a base de hace nueva la mirada y de regalarnos un cuerpo nuevo para los huesos secos.
Nuestras cenizas tendrán un valor inapreciable, serán el regalo de tu Corazón, en la matriz de nuestra espera estéril. Nos hemos dejado cegar por tantos ídolos de papel couché, saciados de recortes que aún perfilan con más ansia la desnudez y la miseria de los invisibles, de los empobrecidos.
Queremos deshacernos del mal amor, de los ídolos que nos vampirizan el corazón y nos desvirtúan la mirada al fijarla en los lustrosos, los enriquecidos, los soberbios, en lugar de mirar a los que hemos despojado y desprotegido con nuestra indolencia.
Necesitamos avivar nuestras pobres prácticas compasivas; hacer del corazón un hogar humilde y rico, de nuestras manos caricia y ternura, de nuestros pies deseo de cercanía para ungir con el aceite y vino de nuestra fragilidad, tantos heridos y rotos en la cuneta de nuestros caminos.
Deseamos que nos hagas conocer y gustar el don de la fraternidad. Ese don escondido que nos enriquece y nos hace saltar sobre nuestra propia sombra, para arraigarnos en los que iluminan nuestro rostro con la gratitud de los que poco tienen y aún les sobra…
Proximidad física del Dios Jesús, Compasivo que te curvas sobre nosotros en cuerpo entregado y sangre derramada, convierte Tú nuestra sensibilidad de afuera a dentro, de las manos al corazón, de la impasibilidad a la cordialidad y al afecto.
Señor de la caricia sanadora, sálvanos de nuestra insensibilidad, préstanos tu mirada!