Propuesta de retiro NOVIEMBRE

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La muerte y el amor van de la mano

Introducción

En noviembre dos fechas caracterizan nuestro ser de creyentes: la fiesta de Todos los Santos y el día de Oración por los Difuntos. Enfocándome en ambas ofrezco este retiro mensual en dos partes. Primero me centro en la Muerte como elemento esencial de nuestra vida y su potencial para aprovechar al máximo la Vida. En la segunda parte reflexiono en nuestra vida como camino hacia la Vida: ser icono vivo del amor en proceso de aparente irrelevancia, henchido de Amor.

La hermana muerte

“Los indios navajos tenían dos nombres, uno que se les ponía al nacer y otro, el más verdadero, el que se les daba cuando morían. El humo que ascendía de la pila funeraria portaba ese nuevo nombre”1.

Estamos en el mes de noviembre, mes en el que recordamos a todos los que nos han antecedido. Será bueno, pues que reflexionemos acerca del asunto más cierto y evidente de nuestra vida: la muerte.

Dentro de cada persona anida el deseo de eternidad grabado en el corazón. Es un deseo instintivo de trascenderse más allá de los límites que nos presenta lo cotidiano, la rutina, la evidencia de que poco a poco nuestro ser externo se deteriora.

Por eso solemos referirnos a la vida en términos de camino, itinerario o proceso en el que el trazado del mismo son nuestros propios pasos, un proceso en constante ascendencia, inevitablemente surcado de dificultades, sufrimientos y crisis. Y mientras caminamos y ascendemos nos damos cuenta de que el verdadero progreso se da “hacia adentro”. Y así vamos aprendiendo que hemos de ir ligeros de equipaje.

Será por eso que Cristo, cuando envía a los discípulos a anunciar la Buena Nueva les pide que no lleven muchas cosas por el camino, “ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas”2. Si somos conscientes de que “sólo hay una cosa importante”, y esa es el amor, entonces aprendemos que lo que nos hace inmortales es precisamente el amor y no las cosas, pues Dios es solamente amor.

La oración, ese contacto profundo de mi yo profundo con Aquel a quien amo porque me ha creado y me ha salvado en Jesucristo, es quien mejor expresa la realidad de lo esencial que al final queda reflejado con la imagen del humo del incienso que sube a la presencia de Dios: “suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia, como mirra el alzar de mis manos”.

Los indios navajos lo veían tan claro, que daban a sus hombres y mujeres ese “nombre nuevo”, el verdadero, el que realmente “decía su verdad” cuando morían. Inmediatamente nos viene a la mente la tradición cristiana que celebra la fiesta de sus santos no el día que nacen sino el día que mueren. Así queda claro que el verdadero nacimiento a la Vida en plenitud se da cuando morimos.

La vida religiosa no deja de ser un nacimiento nuevo a través de una “muerte mística” con Cristo a quien seguimos. Nuestra consagración en la vida religiosa está íntimamente unida y enraizada en la del bautismo3. San Pablo nos recuerda la esencia de nuestro bautismo: “Con Él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”4. Para hacer más explícita esta “novedad” de muerte mística que nos lleva a una vida nueva existencial, algunas congregaciones deciden que sus miembros adopten un nombre nuevo. El nombre habla de lo que somos. Y por eso precisamente el día de nuestro bautismo, sepultados con Cristo para una vida nueva, se nos dio nuestro nombre cristiano para significarlo.

En definitiva todo nos lleva a lo mismo: necesitamos visualizar concretamente lo que la fe nos dicta: que no todo acaba con la muerte, sino que hay un mundo aún más bello que nos aguarda y al cual nos dirigimos con ansias de eternidad. “Pues la fe de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al desaparecer nuestra naturaleza mortal adquirimos una nueva mansión en el cielo por Cristo Nuestro Señor”5.

Esta nostalgia de eternidad, más allá de lo visible y limitado, es la que lleva a algunos pueblos de África a creer que sus jefes nunca mueren, sino que “desaparecen” por un breve tiempo hasta que se instala un nuevo sucesor. Una vez instalado, todos asienten en que finalmente el jefe “ha sido hallado”6.

Y es que llevamos en nuestro ADN espiritual personal una reacción instintiva contra todo aquello que directa o indirectamente acecha contra lo eterno, lo infinitamente duradero. El cientificismo, el racionalismo, y el positivismo desmedido, la mera casualidad, el psicologismo, la astrología, o el fatalismo son formas de aproximación a la realidad de la vida, pero se quedan cortos para poder brindar en la fiesta de la vida por la “vida más allá de la vida”.

¿Existe Dios?, se preguntaba Miguel de Unamuno, y respondía quitándole mérito al poder de la razón sola: “Bástele a la razón el no poder probar la imposibilidad de su existencia”7. La naturaleza en la selva guatemalteca ha sido capaz de ocultar literalmente una ciudad maya durante siglos, sin dejar rastros aparentes. Pero la ciudad estaba ahí y se descubrió hace tan sólo unos años. Dentro de nosotros existen rastros de eternidad y muchos morirán sin haberlos descubierto ni disfrutado. Esa ciudad maya, símbolo en este caso del sentido de lo eterno a nivel personal y cósmico, acaba por imponerse lenta pero inexorablemente al reducido encuadramiento de lo puramente lógico y evidente.

Nadie pudo contra la vida y nadie podrá nunca contra la vida. El aliado número uno de la vida es Dios mismo, que se ha encarnado, se ha “aliado” de tal manera con “lo nuestro” que ya para siempre podemos decir que “lo suyo es mío y lo mío es suyo”. Pablo de Tarso lo experimentó de forma tan profunda que exclama: “Pues estoy seguro de que ni la vida, ni la muerte ni los ángeles ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”8.

Los milagros de Jesús acerca de las resurrecciones físicas de la hija de Jairo, el hijo único de la viuda de Naín, y la de su amigo Lázaro, nos están diciendo que la muerte ya ha sido vencida, y que el dicho popular de que “lo único que no tiene remedio es la muerte”, ya está pasado de moda pues Cristo ha resucitado. Los Evangelios narran solamente tres resurrecciones, las citadas anteriormente; cada una de ellas representa un estadio diferente del desarrollo humano: la niñez-adolescencia (la hija de Jairo), la juventud (el hijo de la viuda de Naín), la madurez adulta (Lázaro). Y es que Cristo es el Señor de “toda” vida, la abraza con su toque vivificante en todo momento y le descubre constantemente la llamada a la plenitud, ya que “para esto he venido al mundo, para que tengan vida y la tengan abundantemente”9.

Para el que está en Cristo hay una nueva creación; lo viejo ha pasado. Y esta nueva creación no hay que esperar a morir físicamente para experimentarla, sino que ya es una realidad a través de la confesión de fe en Cristo Resucitado10.

Recuerdo vivamente en un viaje que hice en tren desde Ranchi (Jharkhand) a Bangalore, en la India. En el mismo vagón viajaba una pareja hindú; el padre de la señora dejó a los suyos hacia los últimos años de su vida, incluida a su mujer, para retirarse a un ashram o monasterio. Para ello aceptó peregrinar varios miles de kilómetros, descalzo y sin nada, hasta encontrar al que iba a ser su gurú o maestro espiritual. Al final llegó a su destino. Pero su maestro le pidió una prueba casi imposible de cumplir: “para que no te apegues a mí por mí mismo, te envío a otro, en Tamil Nadu y te pondrás al servicio de otro maestro que te guiará”. Fue un momento crítico en su vida, una prueba demasiado dura, pero la aceptó. Caminó y de nuevo llegó a su destino, aprendió el arte de la contemplación e incluso ganó relevancia como guía espiritual. Cuando le preguntaron que por qué había obedecido aquella orden tan difícil de cumplir, él respondió llanamente: “Si no hubiera obedecido al maestro jamás hubiera arriesgado nada en la vida y sería simplemente una hoja en lugar de ser un árbol robusto, frondoso y bello como los “banyans”11.

En libros donde se habla de la “Vida después de la vida”, se nos muestra cómo personas de los más diferentes estratos culturales y de diferentes religiones parecen coincidir en sus experiencias de un más allá pleno de felicidad donde la luz y la alegría del encuentro transformado en amor sin barreras son sus constantes. Los que han experimentado lo que técnicamente se llama “muerte clínica” y han regresado a la vida, suelen experimentar cambios profundos de comportamientos y sobre todo de actitudes, que tienen que ver con lo que podemos llamar “conversión”. Estos cambios se operan a dos niveles: el intelectual, con un gran deseo de aprender y de saber; y el afectivo moral, con un deseo mayor de amar sin condiciones y de hacer de su vida algo bello para los demás. ¿Qué nos quiere decir esto? Pues que la experiencia de la vida está íntimamente ligada a la de la muerte y viceversa. Y que el más allá afectaría nuestro más acá si le dejáramos actuar. Bellamente lo deja expresado, en clave oriental, este poema:

Los hombres nacen suaves y flexibles;

muertos, están rígidos y duros.

Las plantas nacen tiernas y elásticas;

muertas están quebradizas y secas.

Así, aquel que es duro e inflexible

es un discípulo de la muerte.

Aquel que es dulce y complaciente

es un discípulo de la vida.

En nuestro bautismo recibimos un “nombre nuevo”, precisamente en el momento de creer y aceptar la fe en el Cristo muerto y resucitado, precisamente en ese sacramento donde queda tan claramente significado que “morimos” a la vida sin Dios para vivir en adelante los valores del Señor Jesús, pues nuestra vida está escondida con Cristo en Dios12. En el fondo vida y muerte son dos caras de una misma realidad que sostienen nuestro ser personal. Las flores de plástico nunca mueren, pues nunca vivieron. La vida nos va consumiendo como el fuego a la cera de una vela. Pero es hermoso vivir sabiendo que la muerte nos abre la puerta a lo mejor que todavía está por llegar y que se vislumbra por los efectos que la fe, que sostiene nuestra esperanza, produce en nosotros13.

Vale la pena vivir cuando hemos llegado a comprender esta realidad absoluta: que es el amor quien debe llegar a consumirnos. Y, paradójicamente, el amor es la única energía que hace de verdad fructífera nuestra vida, porque en verdad estamos hechos para amar; vivimos para amar.

Acabo esta pequeña reflexión con las palabras de Pablo: “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de abajo. Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él”14.

La santidad, camino de amor

Yo quiero, Señor, tener tu mente

pensar como Tú piensas,

llegar a saber lo que Tú quieres.

Yo quiero tener tu corazón

y sentir lo que Tú sientes

y llegar a amar lo que Tú amas.

Yo quiero, Señor, nacer de nuevo,

quiero llegar a ver y mirar

las cosas como Tú las ves.

… Pero me asusta contemplar

la inmensa distancia

el inabarcable abismo

que hay entre Tú y yo.

Eres Tú quien me llama

a este ‘sueño imposible’.

Por eso me dejaré hacer por Ti

abandonándome con confianza

en los brazos de tu misericordia.

sé que Tú me darás

lo que más necesite y cuando lo necesite. Amén.

Introducción

Al hablar de espiritualidad y santidad espontáneamente tendemos a imaginar que es algo muy especial reservado a personas excepcionales. Tendemos a meter en nuestro cerebro nombres de santos o maestros del espíritu que han marcado líneas o corrientes de espiritualidad que solamente pueden seguir o imitar aquellos que las conocen. Y nos quedamos –por así decirlo– a la puerta de un banquete del que de- sistimos en comer pues asumimos de antemano que ese manjar es demasiado ‘santo’ para nuestra indignidad.

Pero esta forma de concebir la experiencia espiritual, la experiencia de Dios, está muy lejos de lo que Jesús nos enseña en el evangelio. Para Jesús, el Hijo de Dios, la experiencia espiritual está al alcance de todos. No hay más que mirar a los pájaros del cielo o los lirios del campo para enseguida percibir que Dios anda en medio de nuestras vidas. Y es que Dios envía su gracia, representada por el sol y la lluvia en el evangelio de Mateo, sobre buenos y malos a la vez. En realidad lo bueno y lo malo está dentro de nosotros.

Jesús nos invita a la simplicidad y la sencillez cuando nos dirigimos al Padre, evitando la verborrea. Él mismo emplea para rezar, el monte, el desierto, el descampado, el huerto… no precisamente el Templo. Así nos enseña que todo lugar es santo cuando quien lo habita está lleno de la presencia de Dios… “Ni en este monte ni en el Templo… sino que los verdaderos adoradores de Dios lo hacen en espíritu y en verdad”15.

Así que hablar de espiritualidad es hablar de una experiencia simple y llana, de una relación con un Dios que desea ardientemente comunicarse con nosotros antes de que nosotros emprendamos nuestro camino hacia Él. Esta experiencia se nutre del yo profundo y real que nos abre a la consciencia de Dios dentro y fuera de nosotros mismos pues “en Él vivimos, nos movemos y existimos”16.

Un factor que aleja a mucha gente de adentrarse en el bosque de la espiritualidad es la falsa percepción de que para iniciar y continuar esa senda tienen que ser moralmente intachables, ya totalmente convertidos. La imagen “santurrona” que hemos dado sobre ser “bueno” y “santo” ha podido llevar a despreciar el verdadero valor de la santidad que, en el fondo, no es sino la forma más acabada de ser “humano”. Toda experiencia espiritual genuina penetra y traspasa la humanidad, aunque esté profundamente rota y deteriorada, para llevarla a la plenitud, a la diafanía que transparenta la alegría y la bondad de un Dios alegre y bueno.

Espiritualidad de la irrelevancia y de la imperfección

El punto de partida de todo proceso de transformación espiritual es siempre la conciencia de nuestra imperfección y fractura interior. Todo es gracia, de principio a fin. Pero la gracia necesita ser ayudada por esfuerzo personal. De lo contrario se desaprovecha lo mismo que el agua de lluvia cuando no se canaliza ni se almacena en estanques de modo que sirva para regar las cosechas.

Si nos acercamos a las biografías de los santos en la historia de la Iglesia, vemos que la mayoría de ellos entendieron la santidad como proceso y camino de integración profunda de todo su ser en Dios. Esto supuso en ellos no la negación de su naturaleza muchas veces contraria resistente a la acción del Espíritu en sí mismos. Estamos pues ante lo que podemos llamar “espiritualidad de la integración”. Esta espiritualidad se caracteriza por su aspecto plenamente humano, que se contrapone a la espiritualidad extrema de quienes abogarían por una espiritualidad de violencia y negación de la naturaleza humana, a la que podríamos llamar “espiritualidad de la amputación”, basada en una mala interpretación de algunas frases del evangelio salidas de la boca de Jesús17.

El punto de partida hacia la santidad es la persona pecadora que confiadamente se abandona a la misericordia de un Dios que ama siempre. La experiencia del amor incondicional de Dios es su motor esencial. Dios en lugar de amputar el mal, se empeña en integrarlo, siguiendo la parábola del trigo y la cizaña18. La preocupación fundamental es hacer crecer el trigo, sinónimo de la bondad del corazón. Juan de la Cruz o Charles de Foucauld, cualquiera de nuestros fundadores y fundadoras, son prototipos claros de esta corriente espiritual tan humana y evangélica a la vez. La gracia no destruye la naturaleza humana sino que construye sobre ella y la lleva a la perfección.

Todos tenemos la conciencia de nuestra grandeza y miseria. Sólo desde aquí podemos llegar a conocernos, integrarnos profundamente, y avanzar en el camino de la vida atravesando crisis, e incluso periodos de retroceso aparente o real. La experiencia mística o espiritual asume todo lo humano y lo transfigura convirtiéndolo en ‘belleza’, respetando la naturaleza individual. El acento no está en ‘ser perfectos’, sino en el ‘crecer’ constantemente en el amor.

Hablar de santidad a personas “normales” parece un atrevimiento, si no una prohibición, pues enseguida traemos a la mente imágenes de santos cuyo sacrificio, martirio o manera de vivir nos resultan inalcanzables. Sin embargo hoy más que nunca se nos repite que todos estamos llamados a la santidad, acentuando que ésta se vive en la cotidianidad de las cosas sencillas: “Las formas de santidad son múltiples, de acuerdo a la vocación de cada uno… Ha llegado la hora de proponer nuevamente a cada uno de todo corazón este nivel elevado del vivir Cristiano ordinario: toda la vida de las comunidades cristianas y de las familias debe ir en esta dirección”19.

Hablar de santidad es hablar del Amor de Dios, de descubrirlo y de abandonarse a él de manera incondicional; es la experiencia básica de la que nos habla Charles de Foucauld: “En cuanto me di cuenta de que existía un Dios, comprendí enseguida que ya no podía vivir más que para Él. Mi vocación religiosa empieza en el mismo instante que mi fe”.

La conciencia de la rotura interna es esencial para iniciar el proceso de transfiguración en aras de la experiencia del amor incondicional, no ganado a puños o a base de sacrificios, sino aceptado, asentido e integrado en la propia historia de crecimiento. Teilhard de Chardin en “El Medio Divino” dejó plasmada su experiencia de resistencia al amor aun sabiendo que el amor es la forma superior de toda energía humana: “Dios mío, te lo confieso, he sido durante mucho tiempo, y aun lo soy todavía, refractario al amor al prójimo”.

Un día, reflexionando acerca de mi entrada en los “cincuenta”, caí en la cuenta de que toda espiritualidad es a la vez espiritualidad de la irrelevancia y la imperfección. Y apunté algunos de los aspectos que creo importantes subrayar acerca de la misma. Los comparto por si pueden servir a quienes los leen:

– Espiritualidad basada en la experiencia humana de mi limitación y de mi aceptación total, vivida en la fe y en la confianza 20.

– Espiritualidad de la acción de gracias por saberme salvado y amado a pesar de mi pecado y de mis incongruencias. Acción de gracias por saber que Dios me ama antes de que yo le ame21.

– Espiritualidad del caminante que sabe que lo importante no es ser perfecto sino estar en crecimiento en constante integración de todo mi ser en Dios, hacia quien se encaminan mis pasos22.

– Espiritualidad de la paz interior y exterior al asumir profundamente que el valor de mi vida no se basa en mis ideas sino en el amor y en la relación amorosa con todos, incluso con los que son más opuestos a mis ideas23.

– Espiritualidad de la palabra dicha en la verdad y en el amor. En la verdad y en la asertividad, basada en convicciones profundas. En el amor que tiende a incluirlo todo y a todos24.

– Espiritualidad de comunión donde, basados en las diferencias como plataforma, pongamos la unidad como meta, pero desechando desde el comienzo toda tentación de “uniformidad”25.

– Espiritualidad de la primacía de la gracia. Porque uno llega a experimentar que en verdad “todo es gracia”. “Estoy en mis 50 años de vida. Señor te doy gracias”26.

– Espiritualidad del perdón. El perdón dado, y sobre todo el perdón recibido de Dios y de los demás, también de mí mismo. Como el beato Juan Pablo II nos lo enseña en su testamento: “Doy gracias a todos. A todos pido perdón. Y también pido oraciones de manera que la misericordia de Dios se manifieste más grande que mis debilidades y mi indignidad”27.

Es la espiritualidad de la ‘atención pasiva’, a imitación del radar siempre dispuesto a captar la presencia de objetos que nuestros ojos no pueden captar al momento. No es, por tanto, ‘pasividad’ ni mediocridad. Quien vive desde esa perspectiva entiende lo que Jesús le dice a Pablo: ‘Te basta mi gracia’28.

Tener la misma mente y los mismos sentimientos de Cristo29

San Pablo dice a los Filipenses,: “Tened la misma mente (los mismos sentimientos) de Cristo”, y luego describe a manera de biografía divina, la kenosis, la humillación de Aquel que siendo Dios se hizo uno con nosotros, aceptando incluso la muerte y una muerte de Cruz. Pero al final quien tuvo la palabra definitiva fue el Amor del Padre que lo resucitó y lo ensalzó.

Por tanto en nuestro contexto, “tener la mente de Cristo” es aceptar ser iniciado en el proceso de irrelevancia e imperfección.

No consiste en es ser perfectos, en estar preocupados obsesivamente acerca de las imperfecciones y los pecados. No, el centro de la existencia humana no es la “impecabilidad” sino el amor y la misericordia.

Es importante sin embargo señalar que imperfección no es lo mismo que mediocridad. Mientras la experiencia de la imperfección me transporta al mundo de la fe y la confianza, al mundo del amor y la esperanza, a ese algo mayor de lo que ahora soy (la santidad), la mediocridad me deja tibio, sin vitalidad, en el mundo de la indefinición y el anonimato egoísta.

La espiritualidad de la imperfección se deja tocar por la realidad tal cual es, para ahí descubrir que Dios está en cada acontecimiento y circunstancia por penosos que parezcan. La persona que vive desde esta espiritualidad no se obsesiona con lo perfecto-imperfecto sino que se entusiasma por dentro, atraído por la belleza que le rodea.

Para iniciarse en esta espiritualidad hay que llegar a entender visceralmente que Dios no necesita para nada de mi celo apostólico ni de mi personalismo en el anuncio del evangelio. A veces todo eso no es más que un buscarse a sí mismo para meterse en el engranaje malsano del perfeccionismo y el narcisismo espiritual.

La encíclica “Deus Caritas Est” de Benedicto XVI nos ilumina de manera asombrosa: “El auténtico modo de servir a los demás nos lleva a la humildad. El que sirve no se considera superior a los que sirve, cualquiera que sea su situación…” (Lc 17,10). Reconocemos que no actuamos por ser superiores ni por efecto de nuestra mera eficacia, sino porque el Señor nos ha dado la gracia de esta disponibilidad interna. Hay momentos en los que la necesidad es tan grande y nuestras limitaciones tan claras que estamos tentados de desaliento. Pero es preciso entonces cuando nos ayuda el saber que verdaderamente nosotros somos meros instrumentos en las manos de Dios… Ofrecemos a Dios nuestro servicio solamente hasta donde podemos y durante el tiempo que nos conceda la fuerza necesaria30.

La espiritualidad de la irrelevancia me lleva a considerarme parte del mundo y parte de la intrahistoria de la gente que me rodea, en solidaridad con sus alegrías, tristezas, penas y luchas31. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo que al ir hacia ellos no aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias ni desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo.

 

1 “EL PAÍS”, Sábado, 3 de enero, 2004.

2 Lc 9, 1-6.

3 PC, 5.

4 Rm 6, 4.

5 De uno de los cánones de las Misas de Difuntos.

6 En el Noroeste del Camerún esta creencia está muy extendida a lo largo de las distintas tribus de la etnia Bamileké.

7 M. de Unamuno, “Del Sentimiento Trágico de la Vida”, Alianza Ed. Madrid, 2003, p. 197.

8 Rm 8, 38-39.

9 Jn 10, 10.

10 2 Co 5, 17.

11 Kumar era el nombre de esta persona. Por obedecer a su maestro se puso en marcha, recorriendo a pie 500 Km. Y empezó a vivir como un pobre; de hecho, hasta el fin de sus días se llamaría a sí mismo “el pobre” y “el pecador”. Una vez llegado al ashram, nunca tuvo un lugar permanente. Por mucho tiempo vivió bajo un árbol y en diferentes ocasiones fue asaltado y golpeado por ladrones. Kumar murió en 1997 y su esposa en la Navidad del 2004.

12 Col 3, 3.

13 Rm 8, 18-25.

14 Col 3, 2-4.

15 Jn 4, 23-24.

16 Hch 17, 28.

17 Por ejemplo: “Si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo.” (Mt 5, 27-30).

18 Mt 13, 24-30.

19 Juan Pablo II, NMI, 2001, No. 31.

20 I Co 1, 22-25.

21 Fil 1, 3-5.

22 Col 3, 9-10.

23 Col 3, 15.

24 1 Co 12, 12-14.

25 1 Co 12.

26 Rm 4, 5-8.

27 6 de Marzo, 1979, cuando tenía 58 años de vida (Col 3, 13-15).

28 1 Co 12, 9.

29 Fil 2, 5-11.

30 No. 35.

31 GS No 1.