¡El amor, esa palabra tan deslucida!
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El amor como motor de una vida intensa
La pedagogía espiritual se centra corrientemente en prácticas (algunas muy importantes: oración, examen, discernimiento) pero que no son el meollo de la vida cristiana. El adiestramiento espiritual de Jesús tiene como eje el amor: a Dios, al hermano, a los pequeños, como distintivo.
La pedagogía espiritual es una iniciación en el amor intenso. Ejercitar el corazón en una educación real de la afectividad. El amor que procede de Dios (que me mueve) deberá dirigir todas nuestras opciones y prácticas espirituales. Vida espiritual quiere decir vida vivida con intensidad.
Este tipo de vida en el amor es una existencia integrada desde el corazón. Lo que buscamos es centrar la propia vida solo en Dios, partiendo de su iniciativa totalmente gratuita que nos ama y nos capacita para amar. Esto supone clarificarnos desde el corazón, tener una intención recta en todas las cosas particulares y en todas las decisiones de la vida.
Pero este esfuerzo de orientar el corazón, sin duda requerido, no es suficiente para lograr el objetivo, ya que éste es fruto de la petición, de la oración constante y cualificada: que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean enteramente dirigidas y ordenadas al servicio y alabanza de Dios. Actitud que debe cultivarse asiduamente mediante el examen y la oración sobre la vida.
La vida unificada consiste en la integración del corazón. Esta experiencia tan propia y personal se manifiesta en una forma de vida unificada que permite integrar todo el ser y todas sus capacidades en un mismo amor a Dios y a la humanidad. “A Él en todas (las criaturas) amando y a todas (las criaturas) en Él”.
La afectividad evangelizada por el amor de Dios
Por otro lado es muy importante comprender que esta orientación del corazón debe dirigirse a la realización concreta del reinado de Dios. La vida espiritual consiste en la disponibilidad total para vivir radical y profundamente enamorado, para vivir definitivamente seducido. Ello supone una actitud constante de “adoración”, que es el modo como los afectos se van centrando en Dios y vamos dejando que Él evangelice nuestro corazón.
La transformación de la afectividad consiste sustancialmente en un proceso de conversión: en desprenderse de todos aquellos afectos que nos aprisionan, dejándonos envolver en la misericordia de quien nos ama y nos libera. La reconciliación sacramental testifica este radical cambio de sentido de nuestros afectos. Pues es, definitivamente, un éxodo del amor propio hacia la tierra de la promesa que es el verdadero amor que nace de Dios.
Amando a Cristo y todo lo que Él ama, el corazón del que se entrega va purificándose hasta conseguir que le mueva el amor que viene de Dios, al tiempo que su amor humano va inflamándose de modo cada vez más intenso. Cristo es la perfecta realización y revelación de una existencia consagrada plenamente a la gloria del Padre en la salvación de los hombres.
Este modo de actuar mediante la referencia a la palabra y vida del Señor, personalmente interiorizadas, será en adelante un medio habitual para discernir sin cesar las opciones que comporta la vida de entrega en medio del mundo.
El amor apasionado y la identificación afectiva
Este adentrarnos en la vivencia honda de la existencia con Jesús nos va conduciendo progresivamente a la identificación total con Él, con un gran deseo de amar y abrazar con todas las fuerzas posibles cuanto Él amó y abrazó, hasta que se convierten nuestros deseos en una realidad existencial.
Y así se va produciendo una apertura grande a la acción transformadora del amor que nos va haciendo entrar en la órbita de la intimidad total del Amigo. Comprendemos el sentido de este “amor apasionado” que nos lleva a asumir su estilo y a abrazarnos definitivamente a su cruz. Esta inserción en el misterio pascual pone una palabra de verdad definitiva en nuestra entrega cotidiana y la sitúa a la luz del misterio redentor de Cristo en Dios.
Como María, la primera que dejó evangelizar su corazón, y en íntima relación con su misterio de amor, cada uno de nosotros vamos descubriendo que Dios tiene para nosotros un “secreto” de amor que se nos va a ir revelando progresivamente.
Si, como ella, acogemos su palabra en nuestro corazón y le dejamos que nos evangelice desde allí en todas las dimensiones de la vida, experimentamos una plenitud de vida inusitada, la que se desprende de la realización de su plan de salvación.
Este secreto personal, que se nos irá confirmando mediante la petición confiada y el seguimiento más radical, se convierte en verdadero criterio de discernimiento para toda la vida y nos orienta y plenifica en todas las decisiones personales y apostólicas que debamos asumir. Nos dejamos evangelizar el corazón definitivamente cuando alcanzamos la gracia ignaciana de “ser puestos con el Hijo” y alcanzamos así a reconocer enteramente el don recibido para “en todo amar y servir”.
La fragilidad del amor
El amor frágil es una metáfora, no sé si demasiado atrevida, para expresar la kénosis del Amor de Dios en la persona de Jesucristo. Y una cautela frente a la concepción teológica de un Dios prepotente y lejano. El Dios de la filosofía y también el de cierta visión de la Biblia.
Cuando nos imaginamos a Dios, todopoderoso y capaz de sostener el universo con su Palabra no nos engañamos. Pero en la experiencia humana de Jesús y en la nuestra propia, se nos presenta en ocasiones de verdadera gravedad, como un Dios menor, casi impotente, de quien más que esperar ayuda deberíamos prestársela nosotros.
“Ayudar a Dios” ha sido un deseo que ha brotado en el corazón de una mujer judía ante el horror de la Soah. Y no es la única voz que clama por preservar el lugar de Dios en los corazones devastados de los hermanos que sufren.
Igualmente el amor frágil supone una lectura previa del amor humano: como una ocasión tanto de intensidad como de despojamiento. De intensidad porque el código del amor es una intensificación del encuentro entre dos personas; de despojamiento, porque el amor es también hijo de la carencia y no solo de la riqueza. Con razón Platón lo declara hijo del Recurso y la Pobreza, de Poros y Penía.
La fragilidad del amor es, en realidad, su fuerza. Porque el poder del amor no es imponerse sino entregarse. Y solo en la entrega se muestra el verdadero rostro del amor. El Dios amor, el que se encarna es, a la vez, el que se abaja, el que es exaltado y el que se esconde. Y hay veneros en la revelación y en la tradición eclesial para mostrarlo.
La fragilidad de Dios, por último, es una llamada a descubrir los caminos mistagógicos de la experiencia de la alteridad, de la experiencia del sufrimiento y de la experiencia interior.
El Amor que se abaja
La fragilidad del Amor se inicia en el movimiento de proximidad, que siempre es descendente. No hay verdadero amor que no suponga un moverse del lugar en donde nos prende, en donde nos alcanza con su fuerza. Y se muestra precisamente como una orientación de la mirada. Los ojos del amor que se inclinan hacia aquel o aquella que nos ha ganado el corazón. Verdaderamente, “ubi amor ibi oculus”.
La complejidad del código amoroso muestra precisamente su fragilidad. No hay imposición en el amor, porque, en realidad se nos crea el deseo de ser deseados por aquel o aquella a quien amamos. Y ello comporta una gran experiencia de vulnerabilidad: no podemos atraer sin solicitar, sin ponernos a la espera, sin sentirnos en manos del otro al que amamos.
La experiencia primera del amor no es, sin embargo, la humildad sino la conciencia de riqueza, de ser capaces de conquistar la voluntad del amado. Es una aguda conciencia de potencia, que nos pone derecha la columna vertebral, al decir de Julian Barnes. El que siente el amor se sabe grande, y esa grandeza puede esconder un impulso idolátrico, propio de todo enamorado, ya que el amor nos hace como dioses. Pero el endiosamiento es el camino de la falsificación del amor, ya que lo convierte en conquista, en ejercicio desmedido de poder, y lo aniquila.
Por eso, el amor adolescente es un amor adictivo, es una compulsión que pretende forzar al que ama a responder dejando a un lado su libertad. “¡Me tiene que querer porque yo le quiero!”, así se expresa el amor ingenuo. Y ahí es precisamente donde se pierde.
El amor, o se construye dócilmente en la humildad o se levanta con orgullo y se autoaniquila. Por eso el movimiento hacia abajo del amor, hacia el otro, hacia el respeto de su libertad, se convierte en solicitud, en invitación a responder, en mostración del deseo que le alienta y le anima.
Y así es, en efecto, el Amor de Dios. Un amor frágil porque no se impone, y, sin embargo, en esa debilidad esconde su fortaleza. La kénosis de Jesús, es llevada de la mano por el poder del amor, ya que solo el que ama puede despojarse del orgullo de ser, del privilegio de estar por encima, de la soberbia de ser “como dios”.
La encarnación de Jesús es todo un proceso de colonización de la primera palabra del Amor sobre una humanidad receptiva y carente. Dios se encarna en la humanidad caída, no en la humanidad de la recapitulación y redención final. Hacerse “carne” es hacerse “pecado” y fragilidad, porque es con la humanidad pecadora con la que se hace uno y no por un tiempo, sino para siempre.
Dos momentos clave de ese proceso encarnacional son el lavatorio de los pies y la oración del huerto. Y en los dos el amor se postra, se abaja, se pone a los pies de los amigos o rendido a la incomprensible voluntad del Padre.
El amor que miraba desde arriba y que se fue haciendo amor de igual a igual, de amigo a amigo, ahora nos mira desde abajo. Y hay agua en la jofaina de Cristo para lavar los pies de todos. De los justos y de los pecadores, de los que le siguen y de los que le rechazan.
Como el Sol de justicia que Él mismo es, sale para unos y para otros. Y nos invita a disfrutar de una nueva bienaventuranza, la novena, que quizá es resumen de todas las otras: “Dichosos seréis si, sabiendo esto, lo lleváis a la práctica…” (Jn 13, 17). Desde luego, un criado no es más que su señor…
Y también mira desde abajo a su Dios incomprendido. Postrado en tierra siente la enorme fragilidad de su amor divino en la propia carne. Y todo su ser tiene que apoyarse en la fortaleza del corazón, en la firmeza del espíritu, porque no tiene otro agarradero. El ánimo flaquea, la sensibilidad se altera, el pavor y la tristeza se adueñan de su psicología. Solo el amor le mantiene, el amor fontal, la palabra que sostiene el mundo: “Padre…”.
Y hay una mistagogía de la iniciación al misterio que Amor a la que se nos invita. Un camino torpe, una pedagogía incierta que se nos desvela: aún no lo sabemos todo, aún quedan otras lecciones para aprender a amar del Amor frágil, pero ya hemos podido comprender que hay un suelo firme para amar: el servicio humilde, porque solo a los pies de los que amamos descubrimos que la humildad es lo único que previene la arbitrariedad del amor…
El Amor exaltado para atraer a todos
El atractivo del amor, lo que lo hace llamativo para nuestra cultura ¿no es acaso, la adicción, la fascinación del objeto, la seducción de sus cualidades o la promesa de una felicidad inaudita? ¿Cómo hablar, pues, de un amor sufriente, de un Dios víctima, que al ser exaltado atrae a todos hacia sí?
La fascinación del amor debe superar la prueba de la verdad. Nuestra cultura del deseo, es decir, la publicidad, nos engaña con facilidad, pero lleva siempre dentro su antídoto: no nos fiamos de una felicidad que se pueda comprar a tan bajo precio. Desconfiamos de una promesa fácil, lo que nos seduce tiene que tener misterio para que, realmente, suscite el atractivo y atraiga nuestro corazón.
Solo podemos amar lo que tiene misterio, solo donde hay misterio hay hondura. Y el amor tiene que arraigar necesariamente en lo profundo; si sus raíces son superficiales puede crecer rápido, pero en cuanto sale el sol, se agosta y, como no tiene raíz se seca (cf. Mc 4, 6).
Quizá todo amor tenga siempre un comienzo adictivo, quizá no pueda nacer el amor sin la fascinación de la promesa de lo inédito. Pero, si se le deja hacer, si va adueñándose poco a poco de nuestra vida, nos conduce al aprendizaje del desprendimiento, de la muda, del imperativo de no retener codiciosamente al o a la que amamos.
El amor adictivo es el que no nos permite volar, el que nos retiene en un facilidad aparente, pero infecunda. El que nos satisface, pero no nos llena, porque no nos permite llegar a ser el o la que somos. Para amar de verdad es necesario desprenderse, porque la codicia es la tumba del amor.
Amar, como respirar, supone saber acoger, pero también saber despedirse de los que amamos. Y ello no es posible sin un cierto grado de ascesis, de entrega, de abnegación, de renuncia por ellos. La abnegación nos abre la puerta del amor, como la satisfacción nos la cierra. Entrar en el amor abnegado, entregado, es lo que nos hace fecundos cuando nos disponemos a amar hasta el final. “¡El amor de verdad, el que duele!”. Así se expresa el viejo que leía novelas de amor.
El misterio mayor del Amor de Dios es Jesús exaltado en la cruz, levantado en alto como una enseña para todos, como la serpiente de bronce en el desierto, que nos capta la mirada para sanarnos del mal amor, para hacernos descubrir la verdad de todo amor humano.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere…” (Jn 12, 24). El ocultamiento de muchas renuncias es el paso previo para la exaltación amorosa, para el triunfo del amor. Jesús, levantado en la cruz, es una señal para todos, no con palabras, sino con la fuerza seductora que nos arrastra la mirada y nos fascina el corazón. “¿Cómo es posible que os hayan fascinado después que ante vuestros ojos presentaron a Jesucristo en la cruz? ¿podéis ser tan insensatos?” (Gal 3,1).
La fragilidad del amor exaltado es entregarse desnudo a nuestras manos… y su fuerza y su sabiduría es hacernos capaces de realizar nuestra obra de amor, de unirnos con Él en la cruz.
Hay también aquí una mistagogía que aprender, un camino difícil hacia el misterio del Amor exaltado, que pasa por entrenar el corazón en el desprendimiento cotidiano, ese misterioso via crucis de cada uno que nos va acercando a Jesús y apretados a Él, adheridos como el cinturón se adhiere a la cintura de uno (Jr 13) nos va invitando a compartir ese camino con los crucificados del mundo.
La compasión es otro nombre del amor, dejar que se nos estremezcan las entrañas ante el rostro humano del sufrimiento, de la explotación, del desvalimiento, de la pobreza.
El Amor escondido para dar la Vida
“El amor, como el dinero, no se pueden ocultar”. Así pretende convencernos el refranero de la imposibilidad de mantener el amor oculto, de ponerle puertas a una experiencia que siempre nos desborda y nos expone ante los ojos de todos. Pero hay una fuerza oculta en el amor, de la que vive, que no siempre se ve, porque es invisible a una mirada desatenta y descuidada.
La mirada es el sentido del amor. Hay una concupiscencia de los ojos, que al presentarnos el objeto bello, lo nimba de una luz particular y nos lo hace deseable. Las miradas del amor son su lenguaje, y podemos expresar mucho cariño, o mucho desprecio, admirar y rechazar con solo una mirada.
El amor ilumina los ojos y nos hace reconocer a la persona que amamos en medio de una multitud de desconocidos. Por eso, a veces, aunque se trate de la misma persona, nos parece distinta, porque la miramos con la nueva luz de nuestro corazón. El proceso de reconocimiento es eso, volver a conocer, conocer de nuevo, de otra forma, con otros ojos a la misma persona que amamos.
Lo oculto se manifiesta, lo que no se ve con nuestros ojos de carne, se reconoce con los ojos del corazón. Así de extraña y de penetrante es la mirada del amor.
Y también de este modo se muestra la fragilidad del amor, porque se trata de algo que puede pasar desapercibido, que puede estar a nuestro lado y no ser visto, no percibir su fuerza y su grandeza.
El Amor frágil, con mayúscula, el amor de Dios se muestra “al tercer día” de una manera sorprendente. Se muestra oculto, o se oculta mostrándose, como queráis. El Amor exaltado, expuesto a la vista de todos como inservible y aún peor, como absurdo y blasfemo en público, ahora se manifiesta en el espacio privado, de tú a tú, y como quien teme romper el encanto de ese reencuentro prometido.
Tanto en la soledad del huerto, junto al sepulcro, confundido con un hortelano, como a María, la pecadora, como en el camino de Emaús, bajo el aspecto de un viajero apresurado que quiere pasar de largo cuando ya el día declina. Confundido con un fantasma, tiene que confirmar su corporalidad comiendo un trozo de pescado sobrante del día anterior, o dejarse introducir el dedo de Tomás en la abertura de los clavos y dirigir su mano incrédulo hacia su propia entraña.
Verdaderamente es un amor extraño, este amor ahora triunfador y glorioso, vistiendo los pobres harapos del rey que se disfraza de mendigo para conocer la verdad del corazón de sus súbditos. O quizá más que un rey, es el amante que se disfraza para no asustar a la amada de su corazón cuando se acerca a ella en la dulzura del amanecer después de una noche de angustia y de desvelos.
“Habéis resucitado con Cristo (…) estad centrados en las cosas de arriba, no en las de esta tierra, donde Cristo está escondido en Dios” (Col 3,1-4).
¿CÓMO DECIRTE, SEÑOR RESUCITADO, LO QUE TE AMAMOS?
Señor de la Cruz victoriosa, ¡la palabra amor está hoy tan deslucida! Casi da miedo pronunciarla: pero no queremos renunciar a ella, debemos purificarla, devolverle su esplendor. Es una palabra primordial que da cuenta de una experiencia primordial de nuestro corazón.
Queremos que nos regales una visión nueva, una comprensión más íntima de su mismo significado, una palabra que nos transforme. ¡Dios amor que has asumido un rostro y un corazón humano!
Sabemos que solo el amor es el criterio que decide nuestro estilo de vida, porque lo decisivo es abrir ante Ti nuestro corazón. No desea-mos quedarnos sin savia. Te contemplamos como la Vid, imagen de una fuerza extraordinaria: toda la vitalidad del amor nace de ti, Dios Manantial: fuente de luz, creatividad, resistencia, fidelidad…
Señor de lo escondido, única medida de la madurez del amor. Te pedimos descubrir el propio lugar como medida de nuestra madurez en el amor cotidiano y poder vivirlo en total gratuidad.
Tú eres el Dios que se esconde: el de la adoración, el que nos enriquece, el que mora y actúa en nosotros. Frente al dios idolátrico: que se muestra como un espectáculo, que nos exige sacrificios, que está fuera de nosotros y fuera del mundo que habitamos.
Somos desde el Cuerpo santo de tu Hijo miniatura de Dios: estamos hechos a tu imagen. Por eso, para nosotros, lo importante no es discurrir mucho, sino “saber” o mejor saborear algo de tu inmenso amor.
En tu ser más íntimo eres el Dios de la Triple Ternura, vida compartida, amistad gozosa, complacencia mutua, abrazo, comunión… Por ti estamos hechos para dejar que el amor empape nuestra vida.
Como respuesta a lo nuevo de Dios que nos regala su Deseo, nos sentimos impulsados a unirnos con los otros en una verdadera comunidad de corazón, cuyas relaciones serán de participación y comunión.
Tu Espíritu nos insta a una nueva pertenencia, basada no en nuestra integridad, sino en nuestra herida. Porque así podemos unirnos a los otros, formar un cuerpo con el Crucificado vivo, para ser injertados en tu Corazón abierto, en la entraña de tu misterio: ser arraigados en la profundidad de tu pasión, en el derroche de tu amor, en el vaciamiento de tu ser en el dolor del mundo.
Tu Espíritu, Fuerza de cohesión donde nutrir la vida, que se nos da de una forma inmerecida, es el que despierta en nosotros la fuerza de comunión con los otros hombres y mujeres ungidos por la misma experiencia.
Tú, Dios y Padre de Jesús eres nuestra Fuente, amor originario, caudal de gracia del Amado, complacencia de Dios, agua que se derrama por tu Espíritu y nos permite remontar por el caudal hasta la fuente misma. Amén.