Prójimo y Dios

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Jesús nos revela en el evangelio de hoy la evidencia que muchas veces olvidamos: Dios y prójimo están indisolublemente unidos.

Es más, el acceso a Dios está mediado siempre por la concreción de una apertura a la carne del otro, de los otros.

Nuestra carne ya no se entiende como algo individual y cerrado, sino en comunión con los demás. Solo desde ahí puede brillar nuestra luz: si no te cierras a tu propia carne…

Pero hoy la noción de prójimo no es como hace unos años. Hoy la encontramos extendida en el espacio y en el tiempo.

En el espacio porque vivimos interconectados y nada nos resulta ajeno o lejano si nos lo proponemos y no cerramos los ojos del alma. Formamos un todo interdependiente.

Los seres humanos y el resto de la biosfera estamos llamados a una convivencia respetuosa y en clave de cuidado. Las heridas del planeta también son las nuestras. Y no podemos olvidar que también somos tierra, no nos pertenece. La Tierra se encuentra entre los sujetos más necesitados de protección y cuidado. Ella también forma parte de los desheredados y de los frágiles. Por lo tanto, también forma parte de ese gran tesoro de la Iglesia que son los pobres.

Y la noción concreta de prójimo también se extiende en el tiempo. Nuestras decisiones y actos no sólo afectan al presente sino que condicionan un futuro que no nos pertenece. Aquí entran en escena las generaciones futuras. Todos aquellos que están por nacer y que dependen de lo que nosotros les dejemos en herencia: la posibilidad de un Planeta vivo y con capacidad para la vida, y una serie de valores que apunten hacia la paz y la convivencia.

En todo ello se resumen la Ley y los profetas. En todo ello está y existe el Dios de la vida en cada uno de nosotros y más allá de nosotros mismos.

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