El evangelio del samaritano le da la vuelta a la pregunta justificante de un maestro de la Ley de Dios muy preocupado por el cumplimiento: «Quién es mi prójimo?»
Jesús no se queda en la minucia de un «yo» que quiere mostrarse ante los demás justo en el amor a Dios y a los demás. Al contrario, en esa pequeña historia magnífica, es el insignificante y apartado de la Alianza de Israel, un samaritano, el que se hace prójimo de un apaleado por casualidad.
Aquí no caben los cálculos fríos o ventajistas de otorgar a los demás, a los que son como yo, el estatuto de prójimo (eso lo hacen el sacerdote y el levita y por eso pasan de largo)
Solo alguien que se convierte a sí mismo en prójimo, sin hacer depender esta cualidad de la identidad o del estado del que sale a su encuentro, puede convertir la casualidad en providencia.
Por ello, la pregunta acertada no es «quién es mi prójimo», sino «con relación a quién me convierto yo en prójimo». Esto transforma absolutamente la intención interesada y hace recaer sobre el sujeto (yo mismo) toda la responsabilidad de identificar a los demás como cercanos (próximos) y no a la inversa. Ya no depende la proximidad de mis intereses o de mis filias o de obsesiones identitarias o grupales.
Por ello, ese samaritano anónimo y literario cambia el rostro de la misericordia y lo traslada a los «fuera de la Ley de Dios» en contraposición a los justos sacerdotes y levitas.
Por ello, la casualidad se transforma en providencia de aceite y vendas y preocupación de alguien que se hace prójimo y no hace al otro objeto de justificación.