Presencia

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Jesús camina por Jericó. Uno de los mayores pecadores y traidores, el jefe de los recaudadores de impuestos para el imperio romano, un tal Zaqueo, tiene ganas de conocerlo. Hace un esfuerzo y se sube a un árbol. Hasta aquí todo más o menos normal.

Lo anormal llega cuando Jesús mira hacia arriba y le dice a Zaqueo que quiere quedarse en su casa. Aquí comienza una alegría inmensa y las críticas despiadadas, dos cosas que a veces van de la mano. La alegría de Zaqueo que no puede creer que Jesús quiera hospedarse allí, en su hogar, en un hogar de pecador. Y las críticas lógicas de todos, de los bienpensantes y «bienhacientes» que creen que una vez más Jesús se equivoca, ¿cómo puede habitar donde habita el pecado y la injusticia?

Pero lo más increíble, lo que va más allá de cualquier esperanza esperada es lo qué sucede y cómo sucede.

El qué:  Zaqueo da la mitad de sus bienes a los pobres y restituye cuatro veces más a aquel a quien le hubiese robado (y seguro que era más de uno).

Y el cómo: solo porque Jesús se hospedó en su casa. Porque alguien sin hacerle ningún reproche, sin esgrimir ninguna ley divina o humana, sin prejuzgarlo, sin ese tufillo paternalista de los que quieren que los otros sean buenos como ellos creen que lo son, sin miedo a contaminarse, sin temor a la mala sombra que da el mal árbol visto sólo desde fuera, sin pretensiones de dedo levantado desde un orgullo hinchado y siempre competitivo (solo dicen qué hay que hacer pero ellos no mueven un solo dedo para hacerlo)… porque ese ser humano tan humano que sólo puede ser Dios, ese sin «sin» lo miró y se autoinvitó.

No hicieron falta palabras, solo hacerse acoger para que la acogida fuese a la inversa. Quizás fue la primera vez que Zaqueo se sintió así de verdad: acogido en su propia casa. Y por ello la salvación entra a grandes pasos en su vida, a grandes pasos de alegría y lo hace hijo en el Hijo: hijo de Abraham. Sin palabras, sin nada, solo acogiendo al que acoge.

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