Hoy suenan en nuestros oídos unas palabras duras de Jesús que llaman a la conversión, a ese volverse hacia el Padre. Como respuesta a dos hechos dramáticos (la masacre de los galileos que mando realizar Pilato y la caída de la Torre de Siloé que mató a 18 personas) que intentaban extraer la lección de que esos muertos habían merecido su castigo porque eran pecadores, Jesús les dice que los que le hablan no son mejores y que tienen necesidad de convertirse. Una vez más Jesús separa lo evidente de premio-castigo aplicada a Dios para llevarnos al terreno de la propia responsabilidad. No se trata de buscar la justificación en los actos morales de los demás como una varita mágica que acalle nuestra propia conciencia, sino moverse en esa otra realidad compleja del amor y de la búsqueda de lo esencial.
El escándalo de ese Dios que permite las guerras o permite que el injusto salga triunfante sigue siendo piedra de toque hoy para muchos. «Si hago el bien Dios me premia y si hago el mal me castiga» funciona hasta que te pasa algo malo sin que tu crees que te lo merezcas. Y aquí salen a la luz los intentos de explicación más variados: es una prueba, algo hiciste mal, no podía ser que fuésemos tan felices, Dios me castiga…
Pero el Dios de Jesús no funciona así. No se puede explicar el mal a fuerza de merecimientos o de pruebas de resistencia crueles. El Dios del Reino sí que es el que restituye y conduce desde la debilidad y la fragilidad de nuestras existencias. Es el que abre los brazos inmensamente para que podamos volver y nos asegura que esta casa siempre va a estar con las puertas abiertas. Es que el nos acompaña en lo profundo aunque lo que vivamos carezca de sentido o sea injusto. Es, en esencia, amor que nunca abandona aunque las apariencias parezcan indicarlo, aunque la oscuridad la percibamos como absoluta. Es esa brizna casi imperceptible que puede cambiar toda una existencia aunque no cambie exteriormente lo que nos toca vivir.
Se trata de transformar nuestra percepción de la realidad, nuestros mezquinos cálculos de protección mágicos, el aplicar el principio de causa-efecto de una manera grosera a Dios.
El amor no es la lógica del premio-castigo, eso es control egoísta. El amor es percibir que el otro siempre está ahí, aun en la soledad más absoluta, en la indefensión más lacerante. Y está haciendo lo más esencial: amar de una manera radical, pasando por lo que nosotros pasamos. Y lo hace porque antes lo ha hecho en su Hijo, porque ya no hay situación que le sea extraña. En la carne del Hijo, en su propia carne, se ilumina toda oscuridad y es amada toda carne, porque no le es indiferente, porque incluso la soledad y el sinsentido del infierno ya ha sido atravesado por esa luz y ha sido restañada su carne y la nuestra.
Es verdad que no es consuelo fácil, ni solución mágica. Pero es compañía cierta y amor desbordado. Impotencia potente porque es amante.