Estamos en la cultura de las preguntas, los cuestionarios, las encuestas de opinión, los test. A lo largo de nuestra vida nos vemos confrontados, en una ocasión u otra con preguntas a las que hemos de responder: a veces de repente, otras escarbando en la propia memoria, otras imaginando el futuro o dándole cuerpo a los sueños o a los miedos y desgracias…
Aunque uno es libre de responder o no a las preguntas, la verdad es que uno siente como una especie de imperativo interiorizado -al que no es fácil oponerse-; de ahí la sensación de un cierto acoso de interrogatorios, preguntas, cuestiones. Este acoso puede ser incluso sentido como un acoso a la intimidad, a los sentimientos más serios de la propia vida. Es verdad que el anonimato o la respuesta grupal quieren proteger la privacidad, pero uno se pregunta: ¿no nos estaremos extralimitando?
En medio de este contexto también nosotros, en la vida eclesial o religiosa, nos vemos frecuentemente interpelados por cuestionarios, preguntas, nos sentimos casi obligados a expresar nuestra opinión, nuestra vivencia, nuestra forma de pensar y actuar. Las baterías de preguntas no cesan. No importan la edad: tanto si eres joven, como de edad media, como de tercera edad. Se te preguntará cómo es tu experiencia de Dios, qué dificultades encuentras en tu vida espiritual, cuál es tu vivencia eucarística, qué bloqueos sientes ante la obediencia…. y otras cuestiones por el estilo. Luego se nos pide que respondamos a ello individual y comunitariamente.
Creo que estamos llegando a la obesidad del sistema. Se elaboran los documentos a base de preguntas, so capa de pedir la colaboración de todos. El sistema se vuelve agobiante. La falta de liderazgo de quienes debieran tener visión, la falta de sabiduría, la carencia de tiempos serios de reflexión, meditación y discernimiento, nos lleva al imperio de lo obvio, al cumplimiento de ciertos objetivos sin someterlos a un serio examen de calidad. ¡Eso es lo que ustedes han dicho!, se dirá.
Pero entremos un poco en la cuestión. Hacer una pregunta puede ser una forma de encorsetar el pensamiento. Una pregunta puede bloquear la emergencia de auto-preguntas, de pensamientos más espontáneos y creativos. La pregunta puede asemejarse al capote rojo que el torero tiende al toro para que embista, pero que le ofusca ante el campo de visión de la plaza. Una pregunta nunca es inocente: es una forma de atraer la atención y de distraer. Las preguntas pueden convertirse en un “arma de distracción masiva”.
La pregunta puede convertirse también en una forma de control. Podríamos llegar a convertirnos para quienes nos formulan preguntas y cuestionarios en personas-respuesta. Suele ocurrir: no se le pueden hacer preguntas a quienes nos las hace. Ellos o ellas tienen el derecho de hacerlas: los demás de responderlas. Sin quererlo, quien pregunta se sitúa en un nivel superior. Se cree en el derecho de hacerlo y, probablemente, piense en que esa es la forma de hacer el bien. Pero no hay ordinariamente equidad entre quien tiene el derecho de preguntar y quien tiene el deber de responder. Quienes preguntan controlan a quienes responden. Es ésta la forma más sutil de control. Las bases de datos se van llenando con los datos aportados por quienes responden. Hoy estamos super-controlados en internet, en telefonía, en imágenes procedentes del espacio. Estamos en la sociedad del control, en aquella sociedad en la cual la intimidad, la privacidad, no es adecuadamente respetada.
Antes, los maestros de vida espiritual nos aconsejaban llevar el examen particular, antes de la confesión nos pedían hacer examen de conciencia y nos facilitaban largos cuestionarios para responder y preparar la autoacusación, cada eucaristía había de iniciarse con un examen de conciencia y el día había de concluir con otro examen de conciencia. Luego en la teología de las postrimerías se hablaban del juicio particular y finalmente del juicio universal. Hubo un tiempo en que se pensó que semejantes métodos eran obsoletos y que había que entender al ser humano de forma más totalizante, más compleja, menos reductible a unas cuantas preguntas. Pero, cuál no fue mi sorpresa, al descubrir que los antiguos formularios para el examen particular, eran re-utilizados por algunos psicólogos para ir controlando la evolución de sus pacientes. Y cuál no sigue siendo mi sorpresa al ver esa forma usual, sutil, de mantenernos en dependencia, controlados, que son las múltiples preguntas a las que hemos de responder en un momento u otro.
¿No hay otra forma de hacer las cosas? El asunto no se resuelve cambiando las preguntas en órdenes. También de esto tenemos una experiencia fatal. El asunto se resuelve, probablemente, generando contexto de alianza, es decir, de mutuo aprecio, mutua valoración, de diálogo. Y para ello hay que reconocer a otros, a los que no dirigen el derecho también a preguntar, a cuestionar. En el auténtico diálogo -no digo debate, ni lucha dialéctica- todos entran en la ecología de la pregunta y la respuesta, nadie controla a nadie, nadie se erige sobre nadie.
Finalmente, llega el momento en el cual hemos de confiar en la aparición de respuestas gratuitas, inmotivadas, a cuestiones que desde hace tiempo nos desafían. Hay que olvidarse del pelagianismo de las preguntas, para entrar en el diálogo de libertades, en el diálogo de los silencios, en la espera de la Gracia. Si soportamos el silencio, probablemente descubriremos aquello que demasiados cuestionarios acaban por enterrar.
Cuando al final de un documento o de un texto se hacen preguntas, es posible que se considere al lector como alguien que está en un nivel inferior y necesita ser ayudado pedagógicamente. La pregunta la hace un superior a un inferior, un dominador a un dominado, un investigador a un investigado.