Parece que se ha apagado el deseo de parar y escuchar en el silencio el correr de la vida, que nos permite descubrirnos como parte del proyecto universal de amor anunciado por Jesucristo. No solemos hacernos preguntas de sentido perdiéndonos en las tareas cotidianas.
Aunque en nuestros días se trata de justificar la necesidad de revisar o cambiar algunos modos de ser, no hemos logrado todavía alternativas evangélicas que manifiesten a Dios en nuestra vida personal y fraterna. Hemos pasado de una concepción de la vida definida por reglas a un acercamiento individualista a la existencia. Nos falta la conciencia del espacio sagrado que se da entre las personas para abrirnos con fe al dialogo y a la acogida que se fundan en el Evangelio. La institución aparece como un torrente (el carisma) en caída, sin obstáculos, que destruye todo lo que encuentra y pierde su identidad mientras se transforma en ideología.
A veces murmuramos sobre cómo deberían vivir los demás, pero no nos comprometemos con discusiones que les den claves verdaderas para la vida. La verdad individual se identifica con la espontaneidad, con la sobrevaloración del pensamiento propio y con las capacidades de cada uno. La emotividad arrastra las opciones hacia el consumo de lo inmediato, la afectividad se regula por las necesidades inmediatas, la corporeidad se asume como ídolo a través del cuidado de la imagen, de la juventud perpetua…
¿Qué aporta Jesús en todo esto? ¿Dónde queda Dios en nuestra vida a menudo absorvida por la realización individual en detrimento de la fraternidad mística? ¿Cómo nos movemos en el plano de la fe y cómo hacemos visible la presencia del Señor en la vida cotidiana? ¿Cómo nos podemos entrenar en la oración para ponernos a la escucha de los otros, de la historia, de cada momento, para acoger con fe y con humildad los mensajes de Dios?
Urge una seria reflexión.