Uno de esos fue Tomás, amigo de Jesús. Había dejado todo por seguirle. Ambos habían vivido muchas cosas juntos y se apreciaban. Pero Jesús había muerto y ahora él estaba destrozado, dolido, roto y sin ganas de hablar con nadie. Estaba traumatizado y con la vida deshecha.
Lo que ocurre después -la desconfianza y la falta de relación- es la prueba de su desesperanza.
¡Cuántos están así! Barruntando un sufrimiento y acariciando la propia herida sin ganas de pasar a Cristo. Al igual que Tomás se esconden de los que cantan y se abrazan por ver al Resucitado. Y quedan en el luto.
Un luto que defiende de la vuelta a la vida y del nuevo comienzo. Un luto que se nutre de latigazos, espinas y clavos y no se permite dar el paso a la sonrisa y al abrazo. Así quedó Tomás y así se lo encuentra Cristo. Y cuando se encuentran cara a cara, es el Maestro el que ofrece una nueva lección de perdón y paz para transitar al gozo.
Tomás tenía fe. No es verdad que dudara de Cristo ni de la comunidad. ¡Dudaba de él mismo! Y encerrado en sí tiene que permitir entrar al Resucitado en su corazón y dejar que los hermanos entonran su espíritu.
Nos llama la atención más Tomás que los otros discípulos. Pero esa comunidad estaba -al inicio de este fragmento-, tan encerrada y silenciosa como el Mellizo. Pero claro, hace falta siempre uno en quien fijarnos y a quien juzgar.
Pobre Tomás. Su expresión “si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”, nos ayuda más a crecer de lo que creemos. Al final se impone la presencia del amigo resucitado. Y nos tranquiliza el “Señor mío y Dios mío”. Un proceso que hay que ver, acompañar y valorar en algunos de nuestros hermanos de fraternidad. Porque al final, sólo el que se encuentra con Cristo, cree.