La noticia es suficientemente conocida: Meriam Yehya Ibrahim es una mujer con 8 meses de embarazo que podría ser ejecutada por las autoridades de Sudán. Su crimen fue haberse casado con un hombre cristiano. Aunque ella fue criada como cristiana, el hecho de que su padre –con quién no convivió en su infancia- fuera musulmán, hace que las autoridades consideren su unión como un grave delito. Las autoridades religiosas del país han pedido su ejecución en la horca precedida de 100 latigazos.
Prescindo de cualquier consideración sobre las circunstancias de la vida de esta mujer. Porque cuando por motivos religiosos se puede condenar a una persona a muerte, cualquier otra consideración es superflua y vana. Ya sé, de sobra, que, a lo largo de la historia, se han pronunciado demasiadas penas de muerte en nombre de Cristo. Pues igual de mal o peor que en nombre de Alá. No hace falta ocultarlo ni intentar justificarlo. Nadie hoy pronuncia tales penas en nombre de Cristo. Aunque seguimos utilizando su santo nombre, cuando unos cristianos descalificamos a otros apelando a la ortodoxia, en ocasiones confundida con la rigidez mental.
Vuelvo al asunto Meriam. Me parece una vergüenza para la humanidad que sigan ocurriendo estas cosas. Si además la condena se ampara en motivos religiosos, me parece un insulto contra la propia fe o religión a la que se apela. No creo que haya que descalificar a las religiones en nombre de las que se justifican tales barbaridades. Lo que procede es denunciar a los clérigos, imanes, rabinos, chamanes y demás personajes que se amparan en sus vestiduras (¡porque cabeza no tienen!, ¡vísceras muchas!) para pronunciar tales sentencias.
Yo no creo que las religiones y sus textos sagrados sean intolerantes. Los intolerantes han sido y son algunos de sus clérigos, que han arrastrado a los fieles. A los dioses no hay que temerles. Hay que temer a algunos de sus intérpretes. La religión no se da en abstracto. Siempre se la encuentra vivida en personas concretas. Los cristianos, en todo caso, estamos llamados a vivir en y desde el perdón, en y desde el amor. Y aunque no sea mi modo de vivir lo que hace verdadero al cristianismo, sí que hay que decir que una fe no vivida en el amor no es verdadera en mí. En mí es una falsa fe, una fe diabólica. Por muy exacta que sea la verdad a la que se refiere.