No es que esté mal escrito el título. Es una de las posibles conclusiones de la parábola del trigo y la cizaña. Y digo «posible» porque hay un abanico grande de finales, casi tanto como lectores u oyentes. Algunos lo leen en clave de juicio y se ponen en el lado de los buenos, como si el mal de la cizaña habitase sólo en el exterior: de uno mismo, de su familia, de sus comunidades… Son acusadores y verdugos
Otros lo leen en esa misma clave judiciaria pero con la pena (tristeza y castigo) de un mal que no quieren hacer y sin embargo hacen. Reos tristes e inmisericordes con ellos mismos y con Dios, con ese Dios que no puede ser extremadamente generoso.
Otros que no ven el trigo, que no lo saben ver o se empeñan en no verlo. Otros que creen que son sólo ellos los que plantan y cultivan la espiga, virtudes de ansiosos Prometeos que desesperan cuando la cizaña crece e invade.
Otros, pocos quizás, que saben que ni el tiempo, ni el grano, ni la tierra son suyos. Y es más, que intuyen que bien y mal son palabras demasiado grandes para nosotros y que se dejan hacer y que saben esperar con esa «paziencia», que es regalo y pérdida colmada un dejarse olvidadizo y generoso. De un depender de Otro y de otros en ese arrancar una cizaña que está imbrincada en un trigo que da cien, sesenta o treinta por uno, a pesar de los enemigos, de nosotros mismos. Paziencia que no es conformismo o dejadez sino fiarse. Tan imposible, tan de Dios.